Intimidades de la violencia

Una de las formas más claras de referirnos a los fenómenos de la violencia -o de las violencias- es tomar un par de categorías que Lacan articula, sobre todo hacia el final de su enseñanza. Aquellas a las que hacemos referencia se corresponden con los conceptos de semblante y de real. Es entonces menester aportar algunas palabras en torno a las mismas, pues en la medida en que se capten ciertas implicaciones que estos tienen para el psicoanálisis podremos arrimar alguna consideración sobre el fondo de estas cuestiones.

El mínimo de formas que nos permite convivir o ubicarnos en el lazo social es ciertamente aquello que oficia como un velo ante lo que no nos suele ser fácil de asimilar, cuando ese velo es rasgado aparece el costado más crudo e imprevisible que la violencia posee en sí misma en su poder para causar una vivencia paralizante, o bien de horror. En relación con esta clase de sucesos -entre otros- es que Lacan sitúa lo que da en llamar real.

Por otra parte, articular la categoría de semblante es poner en juego hasta cierto punto aquello que atañe, o que participa de los formalismos, las normas, las leyes, las tan vapuleadas instituciones, lo que entendemos por lo simbólico en general, así como también su articulación con las imágenes que a esto mismo nos remiten. En linea con lo antedicho podríamos decir que cuando hablamos de semblantes aludimos a cierta precaución que se establece socialmente como decoro, reverencia, o incluso como respeto ante determinadas cuestiones o temáticas. De algún modo es posible ilustrar esto con aquellas valoraciones que típicamente se sostienen socialmente -a pesar de que en estos tiempos tienden algunas veces a cierta vacilación, o bien a tambalearse un poco-. Una de estas valoraciones podemos encontrarla en el respeto por los ancianos, el cuidado de la investidura de ciertas autoridades, la tolerancia por la diferencia -entre otras temáticas-, todas ellas cuestiones desgastadas por una vorágine epocal.

A veces hay quienes tienden a considerar que el mundo de “las formas” es un universo de hipocresía y que aquello que merecería cierto respeto -por consenso o por alguna legalidad socialmente compartida- no es más que una fachada y que como tal debe ser desenmascarada.

Pensemos en las reapariciones de tensiones como ser las de legalidad y legitimidad, en nuestra última era política, y cómo ofician las mismas en la creación de violentas brechas que hoy padecen a su vez otros países además del nuestro.

Cuando mencionábamos el caso referente a la investidura de ciertas autoridades me fue difícil no pensar en el atropello lamentable que sufrió, por ejemplo, la figura del ex presidente De La Rúa a manos de mediáticos predicadores del humor y del periodismo facilista y vacío al que tantas veces la radio y la televisión nos han acostumbrado. Más allá de las posibilidades de hacer una crítica o cierta sátira en lo que respecta a la autoridad surge un límite que de ser cruzado difícilmente permite una vuelta atrás.

Cruzado aquel límite arribamos a lo real, aquello en que las formas no ofician contención alguna, aquel terreno peligroso en el que se conmueven los mismos cimientos simbólicos e imaginarios que dan lugar a los semblantes -y consecuentemente a la posibilidad de que se constituya el lazo social-; recordar los terribles sucesos de 2001, el estallido social, y el tristemente célebre helicóptero de la Casa Rosada, no son hoy más que un hecho anecdótico que nos sirve de ejemplo, pero que no debe ser soslayado por haber sucedido hace ya más de una década.

Un ejemplo a gran escala en el que la tensión entre semblantes y real tuercen aquello que favorece la convivencia para hacer desbarrancar a un país en la violencia, la incertidumbre y el caos, obedece a la misma estructura que puede captarse en una escala menor, más cotidiana u hogareña incluso. En esta medida también la violencia encuentra las brechas por las cuales escurrirse, cosa que incluso hace muchas veces sin ser detectada, a causa de esa suerte de “naturalización” con que se la muestra a plena luz del día tantas veces.
Pensemos  también en aquellos que claudican en su rol de autoridades y se niegan a legar algo del orden de la convivencia y del lazo con el semejante a los más jóvenes; podemos situar en este espacio a aquellos padres que muchas veces no tienen el deseo de transmitir algo a sus hijos y que en vez de mediar en una pelea entre chicos -como podría esperarse de un adulto que se considere responsable- solo se limitan a reír o a mirar para otro lado, habilitando e incluso rubricando tales modos.

La cita de esta última ilustración no es casual, es una pequeña síntesis de lo que acontece con diversos sujetos que algunas veces, aún sin admitirlo de un modo consciente, han abdicado de la función que se les requiere por el mismo descrédito que en los semblantes han depositado.

La devaluación de estos semblantes hace que a veces pueda hablarse de semblantes deshabitados, tal como lo refiere la psicoanalista Silvia Ons en uno de sus libros, formas huecas en las que resuena el eco de la impotencia y la frustración que sólo llega a confirmar -como en el caso de la viñeta última que elegimos- el saldo de un cruel desamparo para aquellos que son los más chicos.

A escala mediática, o en la micro escala de la vida doméstica, la violencia alcanza a dar la nota gris, y sombría, que algunas sonrisas pretenden tapar con su falso brillo. Es una ironía maliciosa que se exalta en el descrédito de cuanto hay a su alrededor y que sólo es hija de esos mismos desiertos que pretenden, a veces, saciarse en la violencia.


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