Las mañas de la clase media argentina

Pertenecer a la denominada “clase media” en la Argentina es una de las aspiraciones sociales que tiene una mayoría considerable de habitantes del país. No nos vamos a detener en preguntarnos por el estatus conceptual del término “clase media”, porque más o menos, todos tenemos noción de a qué nos referimos cuando utilizamos esa expresión.
Sí en cambio alguien me preguntara en mi carácter de historiador, por ese término, no dudaría en rechazar la existencia de una “clase media”. Si nos ponemos a hacer estricta ciencia social, no es un concepto ni categoría apta para analizar procesos sociales y su conducta política a lo largo de nuestra historia nacional (en teoría habría surgido en nuestro país en el Siglo XX) es tan ciclotímica que su impredecibilidad haría fracasar cualquier diagnóstico. Así es –o debería ser– la ciencia social actual, si no podemos predecir fases de procesos utilizando elementos de la realidad, mejor dedicarse a la simple y llana crónica de los hechos.
Aclarado lo anterior, podríamos arriesgar algunas reflexiones. En primer lugar, pertenecer a la clase media argentina ante todo es un acto de fe, en la medida que no se encuentra consensuado qué tipo de parámetros, indicadores o elementos deben tenerse en cuenta para incluir o excluir a la gente de ella. Por lo tanto, es indispensable sentirse parte de la clase media como si fuera una cuestión de actitud la que inclinara la balanza final de pertenencia.
Como contrapartida quedarían excluidos de ella los ricos y los pobres, porque los “ricos” siempre suelen estar en otros lugares, tan exclusivos como terrenales y a ningún “pobre” que se asuma como tal, se le ocurriría creerse parte integrante de la clase media, aunque muchas veces en los límites de lo indefinido, las apariencias suelan engañar a muchos incautos. Porque, hay que decirlo, muchas veces la clase media comulga con el esnobismo, aun encontrándose al límite de proporcionar la dieta calórica básica y necesaria al núcleo familiar.
Si bien la clase media no funciona como grupo, gracias a un exacerbado celo hacia el progreso individual o a lo sumo del estricto núcleo familiar (las familias argentinas están seguramente abarrotadas de primos molestos a los que les suele ir mejor que a uno), se presenta ante el conjunto como un conglomerado consolidado en la medida que, el que se siente parte integrante, trata de mimetizarse con los ideales de pertenencia, los que muchas veces se definen por el nivel de acumulación de bienes y servicios, zona de residencia, pautas de consumo y capacidad de ahorro.
Mientras que los ricos y los pobres que se asumen como tales, son y quedan excluidos, excepto que reflexionen su nivel de escala en relación a la idea de que siempre habrá personas más pobre y más ricas (caso de indigentes y millonarios –estos últimos medidos en dólares estadounidenses, desde ya-), momento en el que pueden creer lícitamente que se encuentran en el rango de una clase media humilde o pudiente, pero clase media al fin.
Las ligeras reflexiones que hemos expresado aquí sobre la clase media no deben ser tomadas por el lector como un juicio negativo de valor, sino todo lo contrario, son más bien una respuesta al simplista prejuicio en el que incurren a diario muchas personas de las más diversas procedencias intelectuales, para quienes el origen de los males y penurias que transcurrimos los argentinos, se deben a las recurrentes mañas de la clase media argentina, siempre volátil y escurridiza a la que suelen acusar de desmemoriada, antojadiza, coqueta, ignorante, dependiente, relajada y ciclotímica.
Y puede que algo de ello pueda ser verdad, pero también hay que considerar que detrás de la tan funcional e indefinida calificación de “clase media”, se encuentran disfrazados los reales roles sociales de los ciudadanos argentinos, miembros de linajes y clanes familiares, las más de las veces enrolados en estamentos sociales y facciones arraigadas en tiempos en los que las diferencias se explicitaban desde el mismo momento del nacimiento, para no poder abandonarlas nunca más.
Allí están entronizados y perpetuados los poderes que promueven las persistencias o los cambios de fondo en la Argentina. Los celosos reservorios de la obscena acumulación de capital, los poderes del Estado que no deben someterse al voto popular, capaces de poner en jaque al mismísimo sistema político de representación en connivencia con los dueños de los grupos empresarios que prefiguran la denominada opinión pública.
Podemos en este punto, de paso, preguntarnos a quién le pertenece la “opinión pública”. Muchos dirán que a la clase media, que en su amplio espectro y masa crítica, confirma la llegada del mensaje y lo replica con fe ciega y obediencia, masificándolo.
Es quizá por estos motivos que la clase media puede ser según la ocasión “cheta” o popular, progresista o reaccionaria, crítica o permeable, desconfiada o crédula, orgullosa o desestimada, pero lo que nunca va a admitir para sí misma es el grado de responsabilidad sobre el devenir de la cosa pública, quizá porque la naturaleza de ella sea, paradójicamente, la negación de que lo que aparece como “lo que es de todos”. El Estado somos todos –podrá reflexionar–, pero al mismo tiempo quizá intuya que “la República” está en manos de unos pocos.
Un problema que tenemos hoy, entonces, es que por acción u omisión, por obra de la siempre mañosa clase media argentina, el país no pueda vencer las obsesivas y cíclicas frustraciones que nos aquejan como nación. Por si fuera poco, la opinión pública, dueña del mensaje masificado que se cansó de reclamar el consenso luego del “que se vayan todos” de la crisis de 2001, se obstina ahora en sumergir las voluntades en la grieta política del ajedrez de la polarización política, en el siempre perverso juego de maniqueos contra maniqueos.
Y en el medio de ese ajedrez ordinario donde las piezas se repiten por miles entre perros y gatos, la permeable e indefinida clase media, negando ser parte de lo que es de todos, por acción u omisión, transcurre los días de su vida padeciendo los mismos males. Una y otra vez: procesos inflacionarios, obsesión por el dólar estadounidense, avance y retracción del Estado, desequilibrio fiscal, endeudamiento crónico, degradación de las instituciones, dominio de los poderes fácticos.
En fin. Siempre más de lo mismo. Parece que los cambios no alcanzan nunca, como si hubiera una mente antojadiza que moviera los hilos desde las sombras para que nunca podamos acomodarnos. Lo que parecía nuevo comienza a parecerse más temprano que tarde a lo viejo. Quizá se necesiten nuevas propuestas, nuevos proyectos políticos que enamoren a la gente cada vez más cansada que la clasifiquen subestimándola y enseñen a sintetizar las diferencias hacia soluciones integrales, que nos saquen de la gran trampa de la grieta maniquea.
Queda claro que las mañas no son exclusivas de nuestra antojadiza clase media –si es que tal cosa pueda llegar a existir en la realidad–. Hay seguramente otros actores, otros conceptos y categorías que nos ayuden a pensar nuestra realidad. Quizá haya que cambiar nuestras categorías coloquiales de análisis, para hacernos cargo y, por sobre todo, hacer cargo a quien corresponda de los cíclicos fracasos que como nación nos aquejan, que seguramente no son obra y gracia de la tan mentada “clase media”.


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