2 de abril de 1982: entre la euforia y el desconcierto

2 de abril de 1982: entre la euforia y el desconcierto

Dicen que la memoria es una forma de encuentro, por eso a cada uno de nosotros cada 2 de abril nos reaviva los más variados recuerdos acerca de quiénes éramos en el año 1982, dónde nos hallábamos, qué hacíamos en el preciso momento en que nos enteramos por un amigo, por la radio u otros medios del desembarco de nuestros soldados en Malvinas. Y seguramente así será hasta el último de nuestros días.
Particularmente nunca me gustó mencionar a este hecho como una “invasión”, nadie invade lo que le pertenece, aunque no podemos obviar que estábamos siendo gobernados por un presidente de facto, un grupo militar que había decidido tomar el poder, romper con el orden constitucional y violentar la democracia, generando los hechos más atroces que tampoco podremos olvidar.
Lo cierto es que aquel 2 de abril nos descolocó por completo a todos. Se trataba de la recuperación de ese territorio que había sido arrebatado por los ingleses el 3 de enero de 1833 con el desembarco de la corbeta Clío, previo ataque de la nave norteamericana Lexington, el 31 de diciembre del año anterior, en una clara estrategia que prepararía la invasión británica posterior.
Por lo tanto, la primera duda se relacionaba con la actitud que asumiría el imperio norteamericano, histórico aliado, no de los “piratas”, porque esta denominación para muchos tiene una connotación idealista o romántica, sino de los ladrones. Eso es lo que históricamente fueron: saqueadores de lo ajeno. Y tal como muchos lo sospechamos, EEUU no fue neutral, todo lo contrario, apoyó a los ingleses, por más simpática que les resultara la dictadura.
Vivimos, si hacemos memoria, entre la euforia y el desconcierto. En pocos días nos encontramos siendo aliados de quienes, durante los últimos seis años, mirábamos con desprecio o temor. Hasta la histórica Plaza de Mayo desbordó de cánticos apoyando la recuperación.
Mi vida por esos años ya se relacionaba con el turismo. Trabajaba como guía y el 2 de abril me sorprendió con un tour compuesto por 24 argentinos que habían ingresado el jueves 1 y partían el domingo 4. Aún recuerdo la desconcentración con la que les hice conocer el Parque Nacional ese viernes y la escasa atención que me dispensaron los pasajeros. Se trataba de un grupo que viajaba por la empresa Optar, subsidiaria de Aerolíneas Argentinas, que había contratado mis servicios en forma exclusiva y permanente. Debía despacharlos por el aeropuerto de Río Grande ya que, por entonces, la línea aérea no llegaba a Ushuaia.

2 de abril de 1982: entre la euforia y el desconcierto
Así fue que el domingo iniciamos el traslado hacia el norte de la isla, con normalidad y con las expectativas o temores propios de los días que estábamos viviendo. A Ricardo, nuestro eficiente chofer, la empresa local le había asignado un ómnibus de 39 asientos, frontal, como los que vemos hoy, pero con todo su parabrisas cubierto por un protector de alambre tejido y pequeñas aberturas de vidrio reforzado, tal como se utilizaba en esa época, a fin de evitar la rotura por el impacto de piedras propio de una ruta de ripio.
Arribando al medio día a Río Grande, nos dirigimos directamente al aeropuerto porque debíamos embarcar a los pasajeros y regresar con el vehículo vacío en forma inmediata. En las proximidades nos encontramos con una barricada celosamente controlada por militares fuertemente armados. Se nos da la orden de detenernos y uno de ellos asciende al ómnibus con el objeto de explicarnos de qué manera se llevaría cabo la recepción en el aeropuerto y el despacho. Se nos informó que deberíamos cerrar las cortinas de todas las ventanillas, no asomarnos para mirar por ellas, ni mucho menos sacar fotos. El vehículo sería conducido, siguiendo las señas de un soldado que indicaría su estacionamiento lo más próximo al avión, que ya se hallaba esperando el ascenso de los visitantes para partir rumbo a Buenos Aires. Ingresando a la playa de estacionamiento, un uniformado indicó a Ricardo el ingreso a la pista de aterrizaje, momento en que, como responsable del grupo, procedía a despedirme con un discurso no exento de cierta emoción debido a las circunstancias.
Parado en el extremo del pasillo y observando a los turistas, me desentiendo de lo que ocurría entre chofer y uniformados, uno dentro del micro, otro por delante dando rigurosas direcciones. De golpe siento un fuerte estallido, caigo sobre el soldado que se hallaba detrás mío y los dos caemos en la escalera de ascenso del vehículo y sobre ambos, una pasajera a la que por su edad le había reservado el primer asiento.
Luego de la primera sorpresa nos incorporamos y fue entonces cuando casi choco mi cabeza con la punta del ala de un avión Boeing 737, que se hallaba incrustada en el lado derecho del colectivo. Atendimos a la pasajera caída que se había lastimado las rodillas, el soldado recuperó su postura y todos tratamos de tranquilizar al pasaje que, obviamente se hallaba conmovido.
Enseguida el personal militar impartió la orden de evacuar el vehículo, los pasajeros fueron ingresados a la estación aeroportuaria, se suspendió el vuelo, se secuestró el micro y detuvieron al chofer y al guía… Todos debimos pasar el resto del día en Río Grande y recién a la jornada siguiente se nos autorizó el regreso a Ushuaia, luego de horas no muy cómodas.
Las instancias judiciales fueron, al poco tiempo, desestimadas, al considerarse un accidente propio de una situación de guerra. Se trató de un hecho inusual en una instancia inusual.
De esta manera viví el comienzo del conflicto de Malvinas.
Los días posteriores fueron escenario de una permanente angustia y tristeza, no por la recuperación de nuestro suelo amado, sino por la certeza de que se estaba enviando a una guerra a muchos jóvenes que tal vez no regresarían jamás, como ocurrió.
Hoy y siempre mis recuerdos están con ellos.



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