El avance de la violencia en relación a los cambios en los lazos sociales

Las tensiones entre lo universal y lo singular son parte del trasfondo de aquello que se nos juega como problemático al tener que decidir sobre alguna situación, son parte de la complejidad que entraña el pensar mismo e influyen en cualquier ámbito de toma de decisiones. Quizás sean también, dichas tensiones, las que más fácilmente nos remitan a la noción de lazo social. Este último conforma al conjunto social sobre aquel punto que constituye cada sujeto y es por ello relevante para intentar captar la dicotomía, que varias veces se establece, entre los unos y los otros -sujeto y sociedad-.
Si enfocamos lo social interrogándonos sobre el estado actual del lazo social, habremos de entrar en el amplio campo de las usualmente llamadas cuestiones de época. Hablamos así de cambios de época y notamos fácilmente que el vértigo de nuestra civilización siempre va detrás de una vorágine de acontecimientos, quizás hoy más que nunca. Nuevos avances requieren nuevas normativas para intentar ordenar lo que allí acontece en lo real; pongamos un sencillo ejemplo: varios años atrás no se hablaba de clonación, donación de órganos, tampoco de alquiler de vientres, pero ahora sí, y por lo tanto ante un nuevo escenario se requirieron nuevas interpretaciones, tras ello los desacuerdos no esperarían demasiado para hacerse presentes en un complejo escenario de interrogantes inéditos.
En aras de ordenar un poco algunas ideas sobre distintos cambios socio-epocales, y sobre aquello que más significativamente podría caracterizarlos, posiblemente sea valioso examinar diferentes categorías desde las cuales nombrarlos. Algunas de ellas pueden ser las de modernidad y la posmodernidad, aunque también cabría hacer lugar a eso que algunos han buscado teorizar al mencionar lo hipermoderno de nuestro tiempo presente.
Llamamos modernidad a ese régimen discursivo, y por lo tanto cultural, que pide a lo singular acomodarse a lo que es propio del “para todos” de lo universal. Éste último remite a un ideal, a un conjunto de principios, a un fundamento, o sea, a aquello que está en la base de una norma o sociedad; desde allí un conjunto de realidades y prácticas tendería a obtener su ordenamiento, su “normalidad”. Nombramos, en cambio, posmodernidad a aquella dinámica que se explicita en las últimas décadas del siglo pasado en que la discursividad que veníamos mencionando muta, produciendo allí un disenso que ha dado lugar a múltiples controversias, pero que sobre todo ha dado lugar a lo controvertido que la multiplicidad en sí misma representa. Aludimos con esto último al hecho de que si hay proliferación de lo múltiple hay entonces mayor amplitud para el advenimiento de interpretaciones diversas; el todo universal, como conjunto en el que la vida y las prácticas cotidianas se encontraban insertas y reguladas, ha quedado en cierta forma fisurado. Así los elementos del conjunto ya no quedan englobados, vagan dispersos por fuera del cobijo que otrora ese marco les daba para encontrar un lugar. Algo de esta operatoria es lo que se ha podido registrar, por ejemplo, en expresiones como aquella de Lyotard que hiciera referencia a la “crisis de los grandes relatos”.
Puede estimarse que la perspectiva posmoderna estuviese ligada a un acentuado escepticismo para con sus predecesores, y que -hasta cierto punto- podía buscar hacerse responsable de pensar el duelo que implicara la caída de aquellos ideales pretéritos. De igual manera puede también ser tenido en cuenta que, de aquel tiempo a esta parte, lo que llamamos posmoderno no ha constituido la discursividad última que sobre estos menesteres aportara una palabra.
Según algunos psicoanalistas -como Jacques-Alain Miller, por ejemplo- el nuevo significante que da nombre a los desordenes del siglo XXI, no es el que veníamos describiendo, sino aquel que pone su firma en la llamada “hipermodernidad”. Si quisiéramos bocetar en breves trazos aquello a lo que éste último término pretende apuntar no sería inapropiado intentarlo a partir de sus vinculaciones con lo que previamente refiriéramos utilizando las categorías de universal y singular.
Diremos entonces, sintetizando brevemente, que: si lo moderno pretendía aportar la armonía del uno con los otros -del elemento con el conjunto que lo contiene-, y si lo posmoderno denunciaba -y realizaba- las fisuras de unas tales pretensiones -separando y validando la existencia de elementos por fuera del conjunto-, la novedad que nos aporta el escenario hipermoderno se verifica en la proliferación de esos unos, pero esta vez, sin referencia a conjunto alguno.
Tenemos así ciertos estados de ánimo -o disposiciones- predominantes que pueden, en cada uno de los tres escenarios, perfilar distintas modalidades subjetivas, o bien, distintas formas de hacer lazo social y situarse en el mundo -por ejemplo ante la norma, ante la sociedad, o ante el otro-. El ánimo moderno, con su celo por cierto orden y con su fe en el progreso del conjunto, se nos presenta con el sesgo del optimismo y el orgullo del ser humano que propone y dispone con las armas de su ciencia, ordena y “normaliza”, pero por sobre todas las cosas cree en el camino trazado.
El ánimo posmoderno no es optimista, pues es más bien un desánimo, una suerte de triste nostalgia o añoranza que se resguarda en el escepticismo, pero que en el fondo esperaría de aquel obtener la confesión que le devuelva una verdad o un ideal, uno distinto del moderno, pero ideal al fin.
En lo que atañe a la suerte que correría cierto ánimo hipermoderno quizás pudiéramos referirla a un ida y vuelta entre la manía y la depresión, aquello que se conoce comúnmente como bipolaridad del humor, y que se hiciera ya una expresión de uso corriente entre muchas personas. La euforia maníaca no reconoce al conjunto, se lo lleva por delante en nombre del elemento singular que representaría cada uno. En su afán de ser todo, de no tener límite alguno, llega a ser nada, llegando así también hasta la pérdida misma de su conciencia de exiliado respecto a dicho conjunto, pues para él ese conjunto ya carecía de entidad. Esto hace que varias veces ni siquiera pueda intentar emprender un retorno al círculo, marco, norma, o sociedad que hacen al lazo con un otro, pues ese otro no es un dato que se conserve o pueda ser valorado por estas subjetividades -como si lo fuera en el caso del moderno y el posmoderno, aunque desde criterios diferentes-.
Con cierta seguridad podríamos afirmar entonces que: es la disolución de la representación del conjunto la que nos marca el rasgo más saliente del devenir hipermoderno. De ser esto así quizás sea posible entender un poco más algunas cuestiones ligadas a la proliferación de la violencia que vivimos actualmente, la fascinación de mucha gente por los temas del autismo, el crecimiento de los más diversos procesos de segregación, o la necesidad que varias veces convoca al sujeto en su huida a universos virtuales e hiperconectados.


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