Centralismo porteño, un tema que tiene historia

Sin duda un capítulo más que interesante de los desencuentros entre Buenos Aires y las provincias del interior de la naciente Argentina se dio luego de la Batalla de Caseros (3 de febrero de 1852), en la que los ejércitos de las provincias de Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes, con ayuda de Brasil y Uruguay, vencieron a una Buenos Aires hegemonizada desde 1829 por el poder omnímodo de Juan Manuel de Rosas.
En aquella oportunidad, y con motivo de poner fin a la negativa de Buenos Aires de repartir las rentas aduaneras con el resto del país, el caudillo federal Justo José de Urquiza, por entonces gobernador de Entre Ríos y antiguo aliado de Rosas, decidió pronunciarse en contra del líder de la “Santa Federación”, desafiando de este modo las bases materiales de la hegemonía porteña sobre las provincias del interior.
Si bien la hegemonía rosista sobre las Provincias Unidas del Río de la Plata concedió en un primer momento a la región cierta estabilidad de cara al peligro externo (el Pacto Federal de 1831 había delegado en Buenos Aires la responsabilidad de ejercer las relaciones exteriores), a la postre también significó un obstáculo para la sanción de una Constitución y la organización nacional.
Fue así como, a la oposición de los salvajes unitarios, Rosas debió sumar a partir de 1851 la de sus anteriores aliados federales Urquiza y Benjamín Virasoro de Corrientes, mientras el fin del bloqueo anglofrancés, paradójicamente, selló la suerte del fino equilibrio con el Brasil y la Banda Oriental del Uruguay. Todo este conglomerado, incluidos los aportes de Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento, convergió en la edificación del Ejército Grande, con el que Urquiza vencería en la estancia de Caseros, siempre sin perder de vista que la principal causa de su levantamiento está directamente relacionada con las diferencias con Rosas en cuanto a la organización del sistema económico de la Confederación.
Fue así como, tras la derrota y el exilio de Rosas, Urquiza se hizo con el control de la Confederación argentina de provincias. Pero cuando todo parecía encarrilarse para terminar con las disputas provinciales y lograr la unificación nacional, llegaría la hora de nuevos grupos políticos, reanudándose une nueva disputa entre el centralismo porteño, esta vez más virulento y con posibilidades de una ruptura definitiva. Es que, como siempre desde 1810, los impuestos cobrados por la aduana de Buenos Aires producían para ella altas ganancias, sosteniendo un núcleo oligárquico ligado a las finanzas siempre dispuestas a sacrificar cualquier interés conjunto en razón de sus especulaciones facciosas.
Triunfante, Urquiza ingresó a Buenos Aires, disolvió la Legislatura y confirmó en el cargo de gobernador al presidente del tribunal de Justicia, Vicente López y Planes. La nueva Junta de Representantes (electa el 11 de abril de 1852) lo ratificó en el cargo. Mientras tanto, en virtud del Pacto Federal de 1831, que Urquiza utilizó para dar legalidad a la Confederación Argentina que ahora él controlaría, no intervendría en el resto de las provincias que serían dirigidas por los mismos gobernadores que habían sido adictos a Rosas, respetándose su autonomía.
En abril de 1852, los gobiernos de Buenos Aires y las tres provincias victoriosas (Santa Fe, Entre Ríos y Corrientes) firmaron un acuerdo en el que invitaban a las otras provincias a una reunión de gobernadores en San Nicolás, para avanzar en la organización nacional. A la vez, convenían entregar las relaciones exteriores a Urquiza, lo que la Legislatura de Buenos Aires rechazaría.
En mayo se firmó el Acuerdo de San Nicolás. En el que los gobernadores aprobaron la convocatoria a un Congreso Constituyente (a realizarse en el mes de agosto, integrado por 2 representantes por provincia) para sancionar una constitución. Producto de este Congreso, surgió la Constitución nacional de 1853, en la que se creó la Confederación Argentina, pero de la que Buenos Aires no sería parte. Urquiza debió, de muy mala gana, resignarse a establecer la “capital federal” en Paraná.
El tema de la “capitalización” de la nueva nación argentina conllevaba el problema no menor de “nacionalizar” parte del territorio de una provincia para establecer un territorio federal que por lógica pasaría a ser “de todos”. A más de un estanciero de la época se le habrá erizado la piel de solo pensarlo, problemática que, junto con el reparto de los recursos de la Aduana, serán centrales en las disputas de los próximos 20 años.
Es que la ruptura se sucedió cuando se conoció en Buenos Aires el resultado del Acuerdo de San Nicolás, ya que los gobernadores del interior, ejerciendo los pergaminos de su victoria, habían logrado despojar a Buenos Aires de su ejército y, lo que sería inadmisible para la burguesía comercial porteña, proceder a la nacionalización de su aduana. Esto desprestigió al sector federal bonaerense de Vicente López, que debió renunciar a la Gobernación, presionado por los grupos autonomistas, comandado por Valentín Alsina, su hijo Adolfo, Carlos Tejedor y Pastor Obligado; y los nacionalistas liberales, comandados por Bartolomé Mitre, Sarmiento y Vélez Sarsfield. Mientras tanto el interior se radicalizó en la idea de impedir la continuidad hegemónica de Buenos Aires.
Tal el panorama de la Argentina y Buenos Aires hacia 1852. Luego de las jugadas de los bandos que incluyó a varios gobernadores con brevísimo mandato, Urquiza decidió asumir el poder en Buenos Aires, pero con motivo de su viaje a Santa Fé para preparar el Congreso Constituyente, se produjo la autodenominada “Revolución del 11 de Septiembre”. Esta estuvo inspirada principalmente por Mitre, Sarmiento, Alsina y Tejedor, y restableció la Legislatura disuelta por Urquiza, la misma que una semana después desconoció al Congreso como autoridad nacional y le retiró la delegación de las relaciones exteriores a Urquiza. En represalia, el gobierno confederado decidió considerar a Buenos Aires potencia extranjera a los efectos del comercio.
Buenos Aires, la más de las veces derrotada militarmente por el interior, demostraba una vez más que en la mesa de acuerdos, los recursos de la Aduana serían innegociables. Debería pasar una década para que la cuestión nacional se resolviera “ a medias” (el problema de la capitalización federal y la derrota definitiva de los autonomistas porteños debió esperar hasta 1880). Cobra en ese escenario, particular interés el derrotero de Buenos Aires como Estado independiente de la Confederación Argentina (y con serias intenciones de instaurarse como República) iniciando hasta 1861 una verdadera guerra fría económica y diplomática. Pero esto será tema de la próxima columna.
Por lo pronto, no está de más recordar que nuestros orígenes nacionales lejos estuvieron de ser una historia lineal y ordenada hacia el fin mayor en el que primen los intereses de la nación por sobre sus Estados provinciales. Buenos Aires, en la década que decidió decirle no a la Argentina, fue un ejemplo de ello.
Hoy en día, sin ir más lejos, dirigentes políticos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con responsabilidades legislativas en el Congreso nacional como Elisa Carrió, emulando a los liberales nacionalistas porteños de antaño y en nombre del costo fiscal que exhiben algunas provincias del interior (caso Tierra del Fuego), no dudan en reprochar a pueblos enteros su derrotero, para recordarnos que el histórico centralismo lejos de desaparecer, quizá sólo haya estado invernando. Un acto de soberbia y afrenta innecesario a simple vista, máxime si se piensa que estamos en víspera de elecciones, excepto que signifiquen algún mensaje entre líneas porque algún caudillo provinciano del interior esté molestando por causas políticas o razones de Estado que, a simple vista, solemos desconocer.


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