Crónicas de la cuarentena fueguina

En las condiciones de confinamiento doméstico en las que vivimos desde hace más de diez días, es tentador reflexionar sobre la secuela generacional que nos quedarán cuando toda esta locura nunca antes vivida haya pasado.
Ni siquiera en los tiempos más oscuros de la historia argentina medianamente reciente se recuerda el grado del control de tránsito ejercido por estos días en Ushuaia. Ni tampoco el conflicto del Beagle ni la Guerra de Malvinas restringió tanto la circulación de bienes y personas como lo que ocurre hoy con la pandemia de la gripe coronavirus.
Ello obedece, claramente, que a diferencia de un rival en una guerra convencional o del accionar de controles sobre personas a las que se las considera “peligrosas”, el enemigo común de estos días es un virus microscópico imperceptible al ojo humano.
También la constante dedicación que al unísono los medios de comunicación brindan minuto a minuto, sirve para reforzar el encapsulamiento que la cuarentena ha producido sobre todos nosotros. Para bien o para mal, vivir en una isla nos coloca en un estatus diferente. Si en Tierra del Fuego se restringe la circulación al máximo en puertos y aeropuertos, no existe forma que a campo traviesa, alguien pueda burlar el aislamiento.
En este caso, los fueguinos somos responsables de nuestras propias decisiones como ninguna otra provincia del país.

Un dilema poco común

El autor de esta columna desea contribuir con un testimonio que le llegó de primera mano. Un amigo con el que se comunica al menos dos veces en el día para cumplir con el consensuado ritual de la contención mutua, relató detalladamente lo que a continuación se expone.
El domingo pasado había sido la última vez que salió en su auto para buscar los alimentos para la casa. Condujo solo hasta el supermercado, sin acompañante, como indica el protocolo. Hizo la cola fuera del negocio, respetando la distancia y la cantidad de personas que podían estar dentro del local.
El día martes por la mañana se decidió a realizar un trámite impostergable en un banco céntrico. Era un tema de la siempre sensible economía familiar. El dilema entre salir y cumplir con el trámite o continuar sosteniendo únicamente las salidas para la búsqueda de alimentos como el integrante familiar designado para tal fin, se le presentó desde un primer momento.
Salió escasos segundos a la intemperie para ver cómo estaba el clima y si necesitaba reforzar el abrigo con alguna campera. Justo en la esquina de su domicilio había un control policial. Unos conos naranja de seguridad vial cubrían la mitad de la calle haciendo un embudo. Los agentes paraban a los automóviles, uno por uno, realizando averiguaciones de los destinos y motivos de los viajes interurbanos.
Por un momento pensó en quedarse, en no arriesgarse a tensar una situación si no era extremadamente necesario. Después coligió que no podía darse el lujo de contraer una deuda que podía detener yendo al banco esa mañana.
Entonces salió. No fue en su auto si no que optó por llamar un taxi porque de esa forma podía ayudar a un trabajador que seguramente había visto mermar sus ingresos desde el parate general de actividades en la isla. Y también para cubrirse ante un inconveniente con las autoridades, pues pensó que un altercado porque no consideraran que su motivo fuera suficiente para movilizarse de su domicilio, podría llevar a que le capturaran su automóvil o lo demorasen por hacer algo que se considerara insuficiente o indebido.
Así de histérico el dilema de salir del propio domicilio para cumplir con una necesidad que no sabía a ciencia cierta que ameritaba argumentos sólidos para superar un control policial. Qué seguros e inseguros estamos, habrá cavilado al mismo tiempo…

Diálogo con un taxista

El taxi llegó a los diez minutos de haberlo solicitado telefónicamente. El taxista estaba con barbijo y tenía un pomo de alcohol en gel sobre la luneta de su móvil. Le indicó la dirección del banco e iniciaron marcha hacia destino. Las calles estaban desiertas, los cordones tomados por los autos de todas las almas confinadas en sus domicilios particulares. Escasos rodados transitaban las arterias viales de la ciudad. –Ushuaia padece esclerosis múltiple- pensó por un momento; mientras a la altura del semáforo de Maipú y 12 de Octubre, se produjo una cola de rodados que llegaba hasta la curva de Maipú y Guaraní. Era otro control policial.
La cola de los automóviles avanzaba a paso de hormiga. Mi amigo y el taxista rompieron el silencio mutuo y aperturaron un diálogo que hasta el momento había parecido innecesario ante la espectacular evidencia de una ciudad inmóvil. Le preguntó al taxista si paraban a todos y anotaban sus datos. El chofer respondió que sólo a los que viajaban con acompañante, ya que sólo se admitía a un conductor por auto. A los diez minutos de espera, se acercó un oficial de Policía y le dijo al taxista que podía avanzar. Los dos, sin decirlo, miraban de reojo el reloj que indicaba el monto a pagar…
Avanzaron a velocidad mínima hasta que pudieron superar el control. Llegaron al banco y mi amigo le pidió al taxista que lo esperara hasta que realizara el trámite, porque al ver el parate céntrico, temió no conseguir un móvil para el regreso y lo aterraba la posibilidad de que las fuerzas de seguridad lo encontraran caminando en pleno centro sin poder dar una explicación convincente de su tránsito.
Finalmente realizó el trámite. El banco estaba cerrado y le alcanzaron los papeles por debajo de una cortina de hierro. Lo habían acordado así con el agente financiero vía WhatsApp. Las medidas de seguridad llegaron a tal extremo que unas manos cubiertas con guantes le alcanzaron el documento y una lapicera para firmar por la hendija de una cortina metálica. Firmó sobre el piso y devolvió la documentación.
En el lapso que duró el trámite se cruzó con dos personas, un hombre y una mujer con barbijos. Ninguno atinó a cruzar la mirada. Todos miraban el piso, como si en su aura llevaran las penas y las culpas de lo que nos está ocurriendo. Quizá esa culpa compartida de la reflexión existencial de la pandemia sea otro de los enemigos íntimos que como sociedad debamos superar cuando todo esto termine.
De regreso, el chofer le comentó que la mitad de los taxis estaban fuera de circulación y que él no podía darse ese lujo. Que desde que empezó la cuarentena, sus finanzas estaban muy comprometidas. Explicó que con los cuatro viajes diarios del aeropuerto él y sus compañeros del volante cubrían los gastos fijos y con los demás viajes interurbanos de la población local hacían la diferencia para parar la olla diaria y el mes.
Cuando mi amigo llegó a destino, se bajó rápido del automóvil. El taxista le pasó la abultada tarifa fruto del parate por los controles. Mientras recibía el pago del servicio, el taxista le agradeció diciéndole: “Muchas gracias, con esto salvo el día”. Mientras observaba su automóvil particular estacionado en la puerta de su casa, mi amigo le confesó que uno de los motivos por lo que decidió viajar en taxi a realizar el trámite, fue porque pensó en la situación de los trabajadores como él. Mi amigo se sintió útil y reconfortado en ese momento. Sin saber si había infringido o no una orden de la cuarentena, ingresó a su casa con el deber cumplido.
Eternautas en un 24 de marzo diferente
También el Día de la Memoria, la Verdad y la Justicia del 24 de marzo, un feriado que muchos ya habían preparado como un fin de semana largo para organizar mini vacaciones o visitar familiares o amigos, fue transcurrido con la particular impronta del encierro. La primera vez en 40 años que la emblemática Plaza de Mayo estuvo vacía, como lo estuvieron la totalidad de las plazas del país.
Se torna inevitable entonces recaer en “El Eternauta”, aquella historieta de culto escrita por Héctor Oesterheld y dibujada por Francisco Solano López que relata una invasión alienígena sobre nuestro planeta, la que utiliza unos copos de nieve luminiscente que cubrían toda la ciudad y que al entrar en contacto con la piel de los humanos, los aniquilaba en el acto. Obligados a quedarse en su domicilio hasta comprobar de qué forma podían salir al exterior sin quedar a merced de la muerte y de ese peligro invisible que más adelante conseguirían combatir con ingenio, trajes especiales y mayor información, nacerá un héroe nacional abnegado y libertario: Juan Salvo (el Eternauta).
El Eternauta es un clásico que relata un mundo signado por el terror, por el temor a lo inimaginable, a la represión fáctica y simbólica y a la pesadilla de convivir en situaciones extraordinarias. Justamente una de las matrices que articulan el Día por la Memoria, la Verdad y la Justicia.
Oesterheld es uno de los desaparecidos y asesinados de la última dictadura militar argentina y el Eternauta es un ícono del héroe anónimo que quizá viva hoy en cada cara cubierta del personal de los hospitales que se preparan para el momento más crítico de la curva de contagio de esa nieve invisible que en este 2020 nos obliga a encerrarnos en nuestras casas.
El autor de esta columna desea compartir estas crónicas y reflexiones para cumplir con un testimonio que sea capaz de describir lo que sienten los fueguinos por estos días. En su oficio de historiador, lo hace consciente que algún día quizá no alcancen las palabras de nuestros testimonios para describir lo que hoy sentimos.
Al no poseer la capacidad de realizar un ejercicio de metaficción al estilo de El Eternauta y ante las necesidades futuras que algún investigador decida recurrir a los diarios y portales de la época para ver cómo los periodistas y escritores de la prensa gráfica cubrieron la pandemia. Así sabrán que en Diario Prensa Libre de la edición del jueves 26 de marzo de 2020, cuentan con este artículo.
Por lo demás, en enero nos enteramos que El Eternauta será llevado a la plataforma de streaming Netflix. No se lo pierdan, porque en él vive el espíritu de Oesterheld, al que la censura, la tortura y el asesinato no lograron silenciar.



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