Por qué cambian las hojas de color y no hay que construir sobre un cementerio

Experiencias místicas en el universo fueguino

 

Por Juan José Mateo Licenciado en Historia. Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos Miembro del Instituto de Estudios Fueguinos

“Me perdí en el viaje, nunca me sentí tan bien
Todo por delante, todo está hablándome.
Está cambiando el aire, Nunca me sentí tan bien”.
“Fuerza Natural”
(Gustavo Cerati)

Resulta muy interesante visitar la literatura que remite a las leyendas ancestrales del universo isleño. Los pueblos originarios de estas tierras y sus etnias herederas, en especial los denominados yámanas (canoeros recolectores) y los selk’nam (cazadores recolectores), como cualquier otra sociedad simple (y esto no quiere decir que no posean toda la complejidad en los términos del estudio etnográfico y etnológico), contaban, como toda cultura humana, con un sistema de ideas y creencias.
Dicen que existe un relato selk’nam sobre un joven explorador llamado Kamshout miembro de aquella etnia que gustaba iniciar viajes de reconocimiento por los bosques inexplorados y otras zonas. En efecto, cuenta la leyenda que antes que Kamshout desapareciera en uno de sus viajes internándose en los páramos mágicos del bosque fueguino, las hojas de los árboles no cambiaban de color, es decir, mantenían su tono verde todo el año. Ante su prolongada ausencia, el grupo ya lo había dado por muerto, hasta que un día regresó muy avanzado en edad para contarles que había conocido una zona en la que el bosque se tornaba infinito y donde, a diferencia del resto de la isla, las hojas de los árboles se decoloraban del verde al rojizo y luego al ocre, para finalmente desaparecer. Que había visto morir a los árboles para luego resucitar y al cabo de cierto tiempo, estar igual que al principio del ciclo de la madurez: vigoroso, con sus hojas verdes tan intactas como antes.
El resto del grupo no le creyó y comenzaron a reírse de la historia que les había contado Kamshout. Ganándose las burlas y el descrédito de sus compañeros, decidió abandonar el campamento para perderse en el infinito de aquel bosque mágico. Luego de un tiempo, Kamshout regresó convertido en un ave, que tenía plumas color verde, rojo y ocre y posándose de árbol en árbol, los iba rozando con sus alas. Entonces los árboles comenzaban a cambiar el color de sus hojas, del verde al rojo y de allí las hojas se iban desprendiendo y cayendo al suelo. Los árboles entonces parecían muertos y todos temían que nunca se recuperaran. Con todo el campamento aterrado, ahora era Kamshout el que reía, porque en definitiva sabía, que un nuevo ciclo de la vida retornaría la plenitud de los árboles, con su verde tan característico.
Dialéctica de la naturaleza
Si hay espacios en la isla que llaman la atención por sus cualidades metafísicas, sin dudas el bosque fueguino es uno de ellos. Es sabido que mucho antes de la aparición de los templos neolíticos (o del Arcaico americano) dedicados a la divinidad, existen ciertos espacios en la geografía a los que las culturas humanas de cualquier región daban preponderancia o bien para establecer contacto con alguna deidad específica o bien para alimentarse o retroalimentar campos de flujos energéticos.
Alguna vez mencionamos en esta columna que es conveniente no perder de vista esta metafísica de la dialéctica de la naturaleza, en la que la humanidad desarrolla su actividad sensorial en el marco de una interacción ecosistémica vital. Es decir, que el hombre, como producto de la naturaleza, está compelido a valerse de energía exterior a través de las fuentes que brinda el planeta (agua, alimentos, minerales, el sol, etc.) y a metabolizarla en su actividad cultural.
Y en la medida en que el encuentro con la naturaleza es en los términos de una autoconciencia, el despliegue energético del hombre no se consume en su propio fin, sino que regresa al medio natural, transformándolo. Lo hace a través del trabajo, y este es prefigurado desde el pensamiento, originado en el cerebro que cuenta con miles de conexiones neuronales que guían las acciones. En ese sentido, podemos concebir el producto de un trabajo como materia gris materializada. Esta materia gris (pensamiento) sea quizá el motor intelectual que explica la dialéctica de la naturaleza.
El bosque actual
Con solo observar el avance humano en algunos sectores de la ciudad de Ushuaia sobre el bosque, podemos dar una prueba cabal de lo que queremos expresar. Contemplar entonces este tipo de experiencias en el estudio de las Ciencias Sociales es de vital importancia porque remiten a los grados de conciencia social, la forma en que localmente mediatizamos nuestra relación con la naturaleza, las explicaciones que le damos a la concepción de nuestro espacio y los elementos con que constituimos nuestra identidad regional.
Somos capaces de avanzar sobre el territorio, pero todos en el fondo sabemos que existen lugares que son más especiales que otros. A lo sumo, al ocuparlo, cambiamos unas voces por otras. Esto ocurre cuando la ciudad avanza sobre zonas que son consideradas sagradas. Esto explica por qué a nadie le gustaría edificar una casa sobre un lugar que haya estado un cementerio (de personas o de mascotas). Y la cuestión es lógica: ¡Hay algo que nos indica que la persona, por más que esté muerta, sigue en ese lugar!
Y esto es importante destacarlo, porque la cultura occidental aniquiló al sustrato indígena que quizá podía darnos referencias precisas de qué lugares del bosque convendría no alterar. Quizá los selk’nam o los yámanas podrían habernos advertido qué lugares respetar o los principales ámbitos naturales donde puede percibirse una fuerza natural que convendría no alterar.
Hoy en día muchos alcanzan a percibir que hay una fuerza especial en el bosque fueguino. Algunos escuchan voces, otros realizan meditaciones o simplemente disfrutan recorriéndolo. Reservorio de materia gris originaria, de viajantes convertidos en aves que una vez trajeron el otoño a la isla. ¿Existirá aquel bosque mágico e infinito con el que se topó Kamshout en uno de sus tantos viajes?
Dependerá de nosotros encontrarlo. Quizá ahora que nadie entra ni sale de la isla, tengamos el tiempo suficiente para recorrerlo, disfrutarlo e internalizarlo. El desafío y advertencia para todos nosotros es que, si alguna vez alguien declara haberlo encontrado, no nos burlemos del él. No vaya a ser cosa que por obtusos, se lleven el otoño y nos quedemos sin la bella postal de los árboles rojizos del bosque fueguino.


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