El plan b

El plan b

El plan b

Generosidad versus egoísmoCruzó el barrio de Trastévere, al otro lado del rio Tiber, con las ganas y la ansiedad de un quinceañero en su primer salida nocturna. O con la alegría de ese niño que se hace pis a propósito en el jardín para que lo busque su abuela y lo lleve a un mundo de mimos y talcos en el traste. Quería recorrer las callejuelas pedregosas y ver personalmente esas imágenes que conocía solo por las fotos de Internet exploradas anticipadamente mientras diagramaba el viaje. Visitar La Fontana de María, la iglesia Chiesa di San Francesco a Ripa y por qué no también, comer rico y descubrir los sabores de las pastas que se paladean fuera del circuito turístico.
Su hobby por la cocina, el arte de combinar los sabores como notas musicales en un riff de rock y el descubrimiento de nuevos gustos y recetas, eran siempre parte de sus viajes. Traerle esos sabores a sus amigos, a través de los condimentos necesarios para lograr la sazón justa, también era parte del sentido de cruzar un océano de kilómetros. El gusto es sin dudas un área de los sentidos muy importante que vale la pena estimular.
Su pasión era leer la historia de cada lugar, conocer sus costumbres, leyendas y dimes y diretes; embriagarse con los aromas, colores y texturas locales… ver las calles con esos autos viejos y deformes. Todo era material nutritivo para el espíritu y para después sentarse a escribir y rememorar lo vivido.
Le habían recomendado ir al barrio de noche, aparentemente porque la oscuridad le daba un aire misterioso rayano en lo tenebroso. Las llamas tenues de las velas en las mesas de manteles rojos, con señores canosos y cara de felicidad le daban un aire intimista. Ese derroche de alegría se entreveraba sin disimulo con la sordidez de recovecos penumbrosos, como en una película inglesa de fines del siglo XIX, donde la pobreza hacía putas, entre borrachos empedernidos y destripadores. Tales contrastes hacía todo más pintoresco, decían los viajeros.
Entonces un día no resistió la tentación, y en una mañana de esas que quedan huérfanas del itinerario de viaje, decidió cruzar el Ponte Sisto y sumergirse en el asombro. Iba abriendo todos sus poros sensitivos, con su rio repleto de historias de gladiadores y esclavos, parte de un sinfín de películas de Hollywood y del ADN de la civilización moderna. El puente, una construcción pre colombina, resistió intacto el paso del tiempo desde antes de que Christóphoro Colombo le pidiera financiamiento a los reyes católicos para su aventura, dos guerras mundiales y el peso de millones de curiosos que lo siguen surcando a pie y en bicicletas azules. Del otro lado, edificios de piedra de otros tiempos lo esperaban, cortados a pulso, gastados por el viento, la lluvia y el sol. Presión y tiempo, herramientas fundamentales para cambiar la forma de cualquier cosa. Hasta la de las piedras. Las flores y sus pimpollos rojos y blancos, plantas colgantes de todas las paletas de verdes, estaban envueltas en rayos de luz cremosa, dando imágenes espaciales de sombra sobre adoquines de granito marmolado con alguna que otra caca de perro callejero. El Monet perfecto, un Monet viviente. No quería ningún tropiezo sobre ese piso tan rugoso de piedras dientudas y desprolijas. La verdad es que no podía asimilar tanta belleza junta, e incluso la belleza con escasas imperfecciones. El wabi sabi de la filosofía japonesa.
Se espabiló y siguió derecho por la calle donde lo dejó el puente, y camino en línea recta, esquivando algunos orientales sacándole fotos a un Fiat 600 blanco del 70. Exploró menúes en las pizarras negras que colgaban frente a casas viejas, buscando signos o aromas que lo sedujeran y que lo transportaran a un plato de pastas. Justo cuando pasaba por una fuente, sorpresivamente, se le cruzó una mujer de pelo corto y gris, casi sin cuello, vistiendo una camisa con flores verdes y rosas que no disimulaba nada su buena dieta mediterránea y su escaso ejercicio diario. La acompañaba un montón de pequeños perros. ¿Eran cuatro? ¿cinco? ¿seis? Eran muchos: gordos, peludos, algunos tuertos, feos, despeinados y otros rengos y chinchudos. Ella le hablaba a cada uno, como si fuera su madre. Seguramente esos animales eran una gran compañía en su sospechada soledad. Se acercó, poniendo las manos hacia adelante, con timidez, como pibe que entrega inocente la gorra para que le den una moneda y con un italiano farfullado, le dijo: – Excusi, signoraaa…un lugar para manyar pasta, como fatta in casa… per favooore… usted conoceeee…?”.
La mujer reaccionó ante la cadencia musical forzada de las palabras y enseguida le respondió, en tono imperativo, mientras sus perros tironeaban las correas: “Manya allá, en la Hostaría Da Corrado. ¡Allá…!. Dile de parte de Rosalía, la de los canes…”.
Como pudo le dio las gracias y se alejó, dejando atrás los ladridos poco amistosos de los perros. Caminó dos cuadras hacia atrás, desandando el camino hasta que encontró el lugar. Ya había pasado frente por ahí y leído distraídamente las letras pintadas en el marco superior de la puerta de entrada. Letra de médico. Da Corrado decía. La Hostaría Da Corrado tenía paredes de cal con graffitis desganados y un número 39 sobre una cerámica tan antigua como las del Ponte Sisto. Una puerta franciscana, abierta permitía entrar sin golpear ni pedir permiso. La traspasó. Estaba lleno de señoras y señores con bigotes, y de banderines despintados de la Roma en un bordó y amarillo deslucidos. La gente reía ruidosamente, levantando los brazos y los platos, mientras sonaban violines de fondo. Un universo de mozos panzones y transpirados iban y venían. Se gambeteaban entre ellos para no chocarse, mientras gritaban y clavaban la comanda en 10 ganchos. El menos sudoroso de los camarieris se le acercó y sin mucho preámbulo le señaló una mesa solitaria, cercana a la cocina, desde donde se podía ver la limpieza de las hornallas y alguna mancha de grasa en la pared.
– Excelente – pensó. Dos cocineros sacaban los pedidos de pastas en platos de todas las formas y tamaños, rebosantes de salsas grises, quesos y pollo y carnes de conejo nadando en caldos. La carta ambulante. Una marea llevaba platos llenos y otra traía platos sucios. Todo a grito pelado y en un italiano con un énfasis sonoro que él creía que solo era porteño y bonaerense. Se sentó en la mesa con mantel de papel, cubiertos de metal gastado y una botellita de aceite de oliva. Llevaba puesta su remera más querida, esa con las Malvinas en el pecho y la leyenda “No Falklands, Malvinas”. Era una constante en sus viajes llevar la remera de las islas porque desde su niñez siempre sintió orgullo por ese estandarte, a modo de homenaje a los soldados jóvenes que allá quedaron y que le inspiraban el mayor de los respetos.
Ya sentado, el mozo se acercó y le dejó la carta dentro de un folio, como cualquier parrilla de Quilmes. Un rato después volvió y le pidió una jarra de vino, unas pastas con guanciale, pomodoro y parmesano. En minutos tenía frente a él un plato austero y sin matices, con fideos despeinados y tuco en uno de los bordes. Su aspecto no decía nada. En las mesas contiguas sus vecinos comían como mochileros de visita, acompañando rítmicamente con un pan cada incursión del tenedor. Probó el primer bocado y ¡a la mierda! que le parecieron duros. Enroscó nuevamente el cubierto en esos rulos de pasta y no cambió de opinión. Para él estaban demasiado duros…. Los fideos de la abuela Negra eran mejores: suaves en el punto que ni bien se mastican, te acarician el paladar. Los fideos de su abuela eran el hielo en la hinchazón, eran atardeceres en Punta Ballena. Igual siguió comiendo hasta que solo algunos hilos de salsa quedaron en el fondo y que el pan se encargó de borrar.
Luego, una tos profunda y cargada de mocos sonó a sus espaldas. Una y otra vez seguía repitiéndose, mientras comía, ese sonido que le provocaba asco. Provenía de una mesa de atrás, muy pegada a la de él. Por un momento hundió el cuello como tortuga, como protegiéndose de alguna salivación involuntaria. No quería darse vuelta y ver qué pasaba. Hasta que sintió una mano que le tocaba el hombro. Era la mejor excusa para girar y ver al dueño de semejante catarro.
– Al dente.
– ¿Cómo? -dijo él.
– Te vi masticar y mover la cabeza. Ese es el punto al dente italiano – le informó.
– Sos argentino veo, agregó el hombre, mientras apoyaba en el plato el hueso de un ex ser vivo y se chupaba los dedos.
– Para nosotros son duros. Nadie come esos fideos en Argentina. Es por el trigo de acá, candeal del bueno pero duro. – prosiguió.
– ¿Me dejas ver tu remera entera?, le preguntó la voz ronca y flemosa.
Sorprendido, se estiró hacia abajo la remera con la foto de Puerto Argentino. El hombre miró las islas, levantó las cejas, arrugó la pera y por un instante sus ojos se humedecieron. Su voz era de un argentino con mucho exilio de por medio. Una voz con acentos varios, de muchos lados pero con esos timbres propios criollos que nos identifican como perros que se huelen el culo.
– Yo también soy argentino – le dijo. Parecía que hacía mucho que no decía con tanto orgullo de dónde era. Se estrecharon las manos y arrimaron las sillas.
– Me tuve que ir a la mierda hace mucho – masculló el hombre, mientras le daba un sorbo al vaso de vino.
– En el 77 me andaban buscando. Yo siempre fui medio zurdo, pero más que de tirarle un par de piedras a los cosacos no pasé. Pero estaba picante la milicada y se habían cargado a unos cuantos perejiles como yo. Una vez lo pasé a buscar a mi amigo con la moto y la vieja me dijo que hacía cuatro días que no lo veía y que en la Comisaría se habían hecho los boludos. Volví a mi casa y mis viejos hablaron con unos tíos en Roma y me sacaron del país.
No paraba de hablar y pidió más vino, un litro esta vez. Se aflojó el pantalón y se dispuso a contar una historia alucinante.
– Imagináte. Solo, con mis tíos que tenían guita, y que ya estaban viejos. Me la pasaba de joda en Roma. Muy civilizados ellos, después de unos meses me pagaron un pasaje hasta Nápoles, “para que vaya a conocer” me dijeron, pero era obvio que me querían lejos. Me fui y enganché un laburo en yates de lujo. Era el mozo de los ricos que alquilaban barcos y que viajaban por el mar Tirreno. ¡Te caes de culo de los lugares que hay!. Conozco el mar Adriático, Croacia… ¡te caes de culo…! repitió.
– Pero ese laburo me cagó la vida… Chupé frío y tuve que cargar cabos pesados. Es demoledor. Parece joda, pero no. Una noche, me enganché una pierna con una cornamusa y un cabo y me caí pegado al muelle. El barco se me vino encima y me aplastó. Me sonó hasta el orto y me desmayé – continuó hablando en argentino, como si disfrutara de usar malas palabras de las nuestras.
– Me levanté en una cama increíble, de sábana suaves y una almohada que era para echarle un polvo. Cuando me quise sentar me dolía desde el culo para abajo, pero por lo menos movía las piernas. Así que me quedé piola, jodido, muy jodido, no estaba. Pudo haber sido peor. Un día vinieron a visitarme el patrón con el capitán del barco y me dijeron: “Zafaste de pedo”, en italiano. Y como ocultando alguna culpa me invitaron a una fiesta en un yate próximo a Nápoles, pero como invitado. Cuando me vinieron a buscar a las 10 de la noche, apenas me podía mover. Me dieron una chomba y un pantalón de lino. Imagínate… Fui a mear y en el baño vi que el moretón me nacía acá, señalándose la cadera y me llegaba hasta los huevos. ¡Negros los tenía del golpe! – exclamó risueño.
– ¡No sabes lo que era la cubierta de ese barco, mamita querida!. Me prendí al chupi, qué joder. Si me va a doler el golpe que sea en pedo, pensé. Y después se armó la podrida… Aparecieron dos minas en bolas con bandejas de plata, montañas de merca, canutos con las pajitas de los copetines y otra bandeja con heroína para fumar. Te daban para elegir. Yo, nada. Imagináte. Los milicos no te dejaban usar el pelo largo y ni que hablar si te agarraban con falopa encima. Yo conocí la droga acá, con estos ricachones. Yo antes pucho y chupi, un porro en la colimba pero nada más. En eso un tipo se me acercó y me dijo: “Con esa de allá… te convertís en Ferrari y con esa otra se te va el dolor”. Y me tiré de cabeza”.
No parpadeaba para no perder ningún detalle mientras el hombre seguía hablando como tía que vive sola y le caen los hijos.
– ¡La cagada de mi vida fue probar esa porquería!. Quedé pegado. No la podía dejar, se me fue el dolor del golpe sí, pero me empecé a mandar cagada tras cagada. Por la falopa al año ya andaba sin laburo. Drogadicto, los millonetas me echaron a la mierda y me volví a lo de mis tíos. Les afané cosas para comprar merca y me echaron también a la mierda. Entonces me vine para acá, a un ghetto de faloperos. Era un quilombo y había mucha droga y barata. Y ahí agarré la agujas. Rendía mucho más si me la inyectaba.
La tos y el catarro lo obligaban a parar y a tomar sorbos de agua y vino.
– Era un espectro. En ese tiempo conocí a Mina, mi mujer, que tenía un departamento gigante acá nomás. Vivimos en ese submundo hasta que un día ella se pasó de la raya. Yo la encontré azul todavía con la aguja clavada y la corbata anudada en el brazo. Nos habíamos casado tres meses antes, en nuestra locura. Después me fui a Londres para limpiarme. Cuando llegué al aeropuerto me dio un brote de abstinencia y me encerré en el baño. Veía pajaritos y víboras en medio de dolores y espasmos. Lo peor del mundo. Una pesadilla. El mismo diablo en el cuerpo. Me vine de vuelta para acá y sub renté el departamento a otros adictos. Y con eso me pago el vicio. ¿Probaste el café con sambuca?.
Sin darle tiempo a responder hizo señas, como dibujando algo en el aire pidió la cuenta y pagó las dos. El botón de su pantalón hacía un máximo esfuerzo resistiendo como granadero en Cancha Rayada y bajo la lluvia. Giraron a la izquierda esquivando a otros orientales con el Fitito blanco fosforescente ya de tantos flashes. Juntos se acercaron al mostrador y él pidió dos expresos con sambuca mientras seguía con su charla.
– Vengo una vez al año y junto los alquileres del departamento de Mina. Tengo un hijo en California que no veo nunca, pero esa es otra historia. Cuando vengo me llevo toda la mosca junta. Al final me fui a vivir a la India porque ahí el cultivo de opio es legal y puedo fumar todo el día. Ya no despego más de esta cruz. Y tampoco es tan interesante mi vida como para estirarla al pedo. Por eso la tos, tengo EPOC y claudicación funcional intermitente por problemas en los vasos de las piernas. Soy de los que se paran cada dos pasos a ver vidrieras.
Se rió con ganas, con su voz rugosa como piel de sapo y usando y abusando todo tipo de argentinismo que se le viniera a la mente.
-Pero tengo un plan b, continuó.
– ¿Plan b?.
– Sí mi amigo. Ahora me vuelvo a la India, descolado como mueble viejo y sin que nadie esté esperándome. No tengo quien me cuide y vivo austeramente, fumando opio en pipas. El día que no dé más tengo 5 gramos de heroína afgana para irme y ya.
Salieron en silencio del café y caminaron juntos hasta la puerta de su departamento. Entonces se dieron un apretón fuerte de manos mientras gritaban “¡las Malvinas son Argentinas!. Fue la despedida.


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