Festejar (y reflexionar) nuestra Independencia

Hacia 1815, el panorama de la revolución surgida en el Cabildo de Buenos Aires en mayo de 1810 transitaba un panorama muy dificultoso. Fernando VII había regresado al trono español luego de la estrepitosa derrota de Napoleón y se esperaba una despiadada contraofensiva destinada a recuperar los territorios coloniales. Con pie inquebrantable en el Alto Perú, desde donde se mantenía en raya al ejército revolucionario rioplatense, sumado al enfrentamiento “interno” que existía entre el gobierno del Directorio y la Liga de los Pueblos Libres, comandada por Artigas, que extendía su influencia sobre las provincias de Santa Fe, Córdoba y Entre Ríos.
El 9 de Julio de 1816, con ausencia de representantes de la Provincia Oriental, Corrientes, Entre Ríos y Santa Fe y Misiones, los diputados de Buenos Aires, Catamarca, Jujuy, Córdoba, La Rioja, Mendoza, Salta, San Juan, Santiago del Estero, Tucumán, Mizque, Charcas y Chichas declararon la independencia de las Provincias Unidas tanto de España como de toda potencia extranjera, buscando así desalentar los intereses británicos, franceses y portugueses sobre el territorio.
Con seguridad podemos afirmar que la historia rioplatense puede contar conciencias testigo formidables sobre el camino que debía emprender la nación argentina. Hombres que nunca dudaron en la necesidad de declarar la Independencia, a sabiendas de las represalias que dicha afronta traería aparejado, pero para ellos, solo significaba un paso más, tan lógico como necesario, para realizar el plan político de la emancipación americana.
Pero la lucha de una nación por delimitar su propio campo de acción política, gozando del poder de mando y plena decisión para oír con orgullo el ruido de rotas cadenas y consolidar una nuevo país, dotarlo de las instituciones capaces de poder llevar adelante los asuntos públicos con mayor efectividad y justicia de lo que habían funcionado hasta ese momento en la vieja estructura colonial, no podía empezar ni terminar con una formalidad emanada de una asamblea de representantes.
Es por eso que la independencia declara en julio de 1816 no se consumó en su mismo acto. A mereced de sistemas económicos extra nacionales, las estructuras socioculturales internas encontraron un campo minado para la unidad de proyectos. Así, mientras muchos patriotas festejaron ese paso fundamental para continuar con el proceso emancipador, otro importante sector social, ligado a la vieja estructura encomendera terrateniente y a la comercialización e importación de materias primas y algunas manufacturas ancladas en los intereses portuarios, vivieron con ansiedad ese nuevo paso hacia la consolidación nacional.
Ayer como hoy, no todos pensaban lo mismo ni representaban los mismos intereses. Las autoridades del Directorio con sede en Buenos Aires estaban más abocados a detener las influencias que José Gervasio Artigas ejercía sobre las provincias del litoral que en advertir el inminente peligro que corría el proceso revolucionario si las tropas del Rey español Fernando VII lograban bajar hacia el sur con éxito y doblegar la resistencia que el Ejército del norte operaba sobre esta zona.
Desde esa realidad, Gervasio Posadas, Carlos María de Alvear y José Gervasio Artigas no pensaban lo mismo. Manuel Belgrano, José de San Martín, San Martín y Bernardino Rivadavia tampoco.

Independientes sí. Dependientes también…
En nuestra historia nacional, han existido hombres ligados a lógicas de sometimiento hacia el capital económico internacional en relación a la generación de negociados poco transparentes de las finanzas locales. Manuel García y Bernardino Rivadavia fueron dos ejemplos celebres de la tortuosa historia -y prehistoria- del endeudamiento externo argentino. Ambos fueron referentes del poder comercial y dinerario que el puerto de Buenos Aires ejerció sobre el resto del territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Primero fue la influencia del capital inglés consolidado en 1824 mediante el empréstito contraído por Rivadavia con la banca Baring Brothers. El mismo se tomó por la suma de un millón de libras esterlinas, pero a las arcas locales sólo llegaron 552.700 (sólo el 55% del total de la suma por la que Rivadavia y García habían endeudado a Buenos Aires). En momentos de la caída de Rivadavia cuatro años después, la deuda externa generada por los intereses impagos a la Baring Brothers era de 980.000 libras (casi la totalidad del capital nominal recibido originariamente) y para 1852, la deuda asumía los 2.300.000 libras.
El historiador Norberto Galasso explica en su Historia de la deuda externa argentina que cuando ya faltaba muy poco para cancelarse totalmente el empréstito, el total abonado alcanzaba a 4.757.000 libras esterlinas, es decir, cinco veces el importe pactado originariamente en 1824 y que con toda la arquitectura financiera diseñada desde el inicio al momento de la cancelación final del empréstito, resultaba que después de 75 años, nuestro país devolvió en 8,64 veces el importe original prestado.
El anterior fue el primero de una serie de ejemplos que se han sucedido en nuestro País, razón por la cual, hoy el ciudadano argentino escucha la palabra “endeudamiento externo” y experimenta un automático erizamiento de la piel. Primero porque existe cierta conciencia generalizada de que la deuda externa está frecuentemente relacionada con la corrupción de minúsculos grupos a los que poco les interesa el destino y desarrollo nacional. Segundo, porque cada vez que nos endeudamos, recibimos recetas económicas tendientes a pedirles esfuerzos “patrióticos” a quienes menos tienen para solventar aquellos negocios de las minorías que los generan.
Tercero y no menos importante: cada imposición de los acreedores hacia la política económica doméstica se traduce en el fracaso de la dirigencia política y en una merma de la independencia económica nacional.

Festejar (y también reflexionar)
Al de la deuda externa, se suma la obsesión de los argentinos por el dólar estadounidense. Otro rasgo fundamental de la dependencia económica que experimentamos, al estar subyugados crónicamente a una moneda que nosotros no emitimos. Algunos analistas estiman que bajo sus colchones, fuera del sistema financiero, los argentinos tenemos unos 300 mil millones de dólares lo que, según datos de la Reserva Federal de los Estados Unidos, nos convertiría en el segundo País, después del propio emisor de esa moneda, en tenencia de billetes físicos. Esa suma, vendría a equivaler a un tercio de nuestro Producto Interno Bruto. No hace falta aclarar que de continuar esta tendencia, siempre estaremos en problemas para superar el flagelo de las corridas cambiarias que tanto nos afecta por estos días.
Una vez más la política económica nacional demuestra la vulnerabilidad de nuestro sistema financiero, pulverizando el ahorro ciudadano y obligando a quienes pensaban en invertir para generar empleo genuino en refugiarse en el dólar estadounidense.
Es por eso que conviene que los festejos por fechas tan importantes y significativas como la del 9 de julio, sean acompañadas con reflexiones que atiendan a otros aspectos formativos de la conciencia y la realidad nacional. Ellas, desde ya, en términos de desafíos para el futuro más que en frustraciones irreparables del presente.


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