La autonomía municipal en el ojo de la tormenta

La autonomía municipal constituye un debate que desde hace un tiempo aparece en titulares de la prensa gráfica y portales de Internet fueguinos. En varias oportunidades nos hemos referido a la situación de fragilidad institucional de Tierra del Fuego y de las deudas estructurales que posee la más joven de las provincias en alcanzar el rango de Estado federado a la Nación argentina. También aclaramos desde esta columna la endémica asimetría entre municipios ricos y provincia pobre.
Puede decirse que el celoso ego que poseen los municipios actuales se encuentra engarzado en la historia profunda de la humanidad. Remontándonos a los orígenes de la civilización, el surgimiento de la ciudad-Estado acompañó, hace miles de años, la primera organización social compleja, con generación de excedentes productivos, división del trabajo social, estratificación de la población local en clases sociales y sistema jurídico defensor y perpetrador de la propiedad privada mediante mecanismos de acumulación y de sostenimiento de tierras, bienes y oficios por generaciones, a través del traspaso de patrimonios por el derecho de herencia.
Desde ese momento, la ciudad neolítica, la del mundo antiguo, la del alto y bajo Medioevo y la controlada por el patriciado urbano de la modernidad, cumplieron, entre muchas otras funciones, la de desarrollar complejos métodos de tributación. En las primeras ciudades se establecieron los palacios y los templos, donde se encontraban las autoridades políticas (las terrenales y las del más allá) que percibían los tributos.
Y a pesar que las sociedades fueron avanzando y complejizándose hasta desarrollar monarquías, repúblicas, reinos e imperios, las ciudades siempre constituyeron células de organización de la recaudación impositiva. La llegada de la era contemporánea, encontró en las repúblicas y monarquías constitucionales de cuño burgués extendidas en el mundo occidental un contenedor nacional de los intereses locales.
En el caso de lo que hoy es territorio argentino, las otroras poblaciones criollas y españolas conducidos por cabildos dieron paso al régimen de intendencias borbonas y más adelante, luego de ocurrida la Revolución de mayo y la independencia hacia principios del siglo XIX, a las Provincias Unidas. Medio siglo después nacería “legalmente” la República, cuando pocos dudaban de la preexistencia de una comunidad de intereses supuestamente ecuménica a la que se denominó “la Nación argentina”.
El nuevo Estado argentino planteó en sus cuerpos legales y su doctrina, a la Nación, las provincias unidas y los municipios como los órganos encargados de regular el destino político de la comunidad.

La provincia descolgada

Pero la región fueguina, como si de una perla negra se tratara, no fue hasta fines del siglo XX que pudo ponerse al día con esa historia contemporánea y erigirse como provincia en el concierto federal argentino. Su condición de Territorio Nacional y su atraso estructural, sumado a los avatares políticos que transitara el primer peronismo, impidieron su provincialización, mientras las ciudades de Ushuaia y Río Grande avanzaban lentamente hacia la consolidación municipal. Particularmente, en la Tierra del Fuego anterior a la década de los 70s, los municipios podían jactarse ser los hijos pródigos de la nación, excluyendo la necesidad de existir una provincia que las contuviera.
El gobernador territorial, casi exclusivamente militar de la Armada Argentina, solía ser un gestor de las necesidades que dictaba la geopolítica mundial (función que no debe subestimarse), además de controlar los intereses energéticos indelegables del poder central, pero exceptuando quizá la notable gestión de Ernesto Campos, hacedor de un proyecto político de desarrollo regional, ningún otro mandatario territoriano pudo visualizar la política local más allá de cumplir con ser el nexo entre el poder civil (manufacturero, comercial y posteriormente industrial), nucleado en los municipios y el Poder Ejecutivo nacional, quien se arrogaba la facultad de nombrarlo sin intervención del voto popular, además de entender dicho territorio como una cuestión de Estado, innegociable con el poder civil.
Quizá en alguna sobremesa de principios de la década de los 80s, unos meses antes de la llegada de la democracia, en la ciudad capital o en la ciudad de Río Grande, el último gobernador militar del Territorio, Raúl Suárez del Cerro, sin poder (o sin querer queriendo) visualizar aún la posible provincialización, negoció la promulgación de la Ley Nro. 191 por la cual, contradiciendo lo que era práctica generalizada en las provincias argentinas, cedió sin sonrojarse el 50% de las recaudaciones del Impuesto Inmobiliario y de las patentes de automóviles, cuando en realidad no le correspondía bajo ningún motivo percibir parte alguna a los municipios.
De este modo, las municipalidades de Ushuaia y Río Grande se apoderaban sin explicación alguna, al menos aparente hasta hoy en día, de ingresos que por lógica de organización de rango administrativo y usos y costumbres, hubiesen correspondido íntegramente al Territorio Nacional y a la posterior provincia.
Esta fue la primera de una serie de transferencias irracionales de recursos del ex Territorio Nacional y luego de la provincia de Tierra del Fuego hacia los municipios de Ushuaia y Río Grande, quienes luego de acaecer la provincialización fueguina, no dudaron en seguir esquilmándola, aprovechando las mayorías políticas con las que contaban en la Legislatura.
Esta cuestión merecerá futuras entregas del autor en la presente columna porque desnudan una realidad irracional y escandalosa, no sin advertir que detrás de los pasionales y vehementes reclamos por la autonomía municipal, se esconde una lucha desigual por percibir los recursos provenientes de impuestos locales, de la coparticipación federal y de las regalías hidrocarburíferas entre la provincia y los municipios.
Así las cosas, desde los inicios del Estado fueguino en 1991, los gobernadores constitucionales han debido navegar en verdaderas tormentas alimentadas por deficiencias administrativas y financieras insalvables como innecesarias. Ninguna razón de Estado puede justificar una ecuación tan disruptiva como la que existe en nuestra provincia porque mientras existan municipios ricos, a costa de esquilmar al Estado provincial, no habrá causa justa que sustente la paz administrativa y social necesaria para el desarrollo.
La cuestión no es una historia de buenos y malos (los Estados no lo son, sino en todo caso los proyectos políticos y sociales que los sustentan) sino un camino de sinceramiento que deben emprender todas las partes para darle a Tierra del Fuego la posibilidad de participar en la carrera hacia el desarrollo en igualdad de condiciones con el resto de las provincias, teniendo en cuenta que los tiempos que corren no requieren de cruzados irracionales de las autonomías municipales. Son tiempos de estructuras administrativas mayores, tal como lo establece la imposición del Estado-nación en nuestro país. Nación, provincia y municipios. En ese orden. A Cada quien según su naturaleza, a cada cual según su necesidad.


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