La boina amarilla

1982. El antes y el después.

Un año después de haber llegado a Ushuaia, en 1974, mi padre, director de Radio Nacional Ushuaia en aquella época, emprendió un viaje a las Islas Malvinas. Desde el puerto zarpó a bordo del icónico “Buen Suceso”, un viejo buque que era nexo vital con el continente y transporte de todo tipo de mercadería, particularmente de víveres. Ese día fui a despedirlo con mi madre, nerviosa y expectante porque había escuchado que la navegación se iba a extender por muchos días y en medio de aguas turbulentas. Recuerdo que nos mostró el camarote que le habían asignado, muy pequeño, con literas de hierro y un pequeño ojo de buey por donde se filtraba apenas un rayo de luz. El olor a combustible era pesado, me impregnaba la nariz y parecía filtrarse hasta las tripas… “Si ya tenes ganas de vomitar sin haber zarpado me imagino cómo lo pasarías en plena navegación”, se rio mi viejo mientras debajo de nuestros pies el piso del barco crujía y nos hamacaba. Pese a todas las incomodidades que se anticipaban, mi papá estaba contento: iba a poder conocer personalmente esa parte del país que en la escuela los maestros enseñaban que pertenecía a Argentina pero que en la práctica estaba ocupado por los ingleses.
A ellos, aunque los considerábamos usurpadores de lo nuestro, no eran enemigos irreconciliables en aquellos tiempos. Por el contrario, Argentina e Inglaterra tenía fuertes lazos lógicos además porque las islas están a 600 kilómetros de nuestra costa y a 13.000 del Reino Unido.
Antes de 1982 el Reino Unido contrataba a docentes argentinos para impartir clases, como así también trabajadores rurales y de otras profesiones y oficios. Los chicos ingleses eran llevados por sus padres asiduamente a Comodoro Rivadavia para realizarse chequeos médicos y bucodentales y de paso, el viaje era aprovechado para comprar desde un metro de tela a un cuaderno. Viajaban ¡en aviones argentinos! Porque era habitual que las aeronaves de LADE unieran el aeropuerto chubutense General Enrique Mosconi con Puerto Argentino, en una conexión aérea que se extendió por una década y que incluyó el funcionamiento de una oficina con personal argentino.
A su regreso mi padre me contó que si bien el idioma y la diferencia de costumbres (por ejemplo los ingleses cenan a la hora en que los argentinos por lo general merendamos) le hizo sentir una distancia invisible pero tangible, el trato fue ameno y la visita transcurrió tranquilamente, encontrándose frecuentemente con otros compatriotas que estaban allí por trabajo. La política “de ablandamiento y seducción” que se ejercía en ese entonces para reconquistar Malvinas a través del acercamiento y la cooperación, en la práctica parecía dar sus frutos porque cada vez había más presencia argentina. Es más, no era raro encontrar familias que se formaban entre docentes argentinos e isleños o peones de campo con lugareñas. El contacto humano tenía consecuencias mas allá de cualquier discusión geopolítica…
Todo eso terminó abruptamente el 2 de abril de 1982 con la irrupción violenta en Malvinas ordenada por el gobierno de facto comandado por el siniestro teniente general Leopoldo Fortunato Galtieri, apodado “el borracho”. Así se dio por tierra con el lento pero constante plan de recuperar las islas por la vía de la paz. A sangre y fuego, vitoreado por una sociedad exitista, Galtieri y sus secuaces intentó perpetuar una dictadura que agonizaba y en un plan demencial, mandó a la muerte a cientos de chicos casi niños, en su mayoría del interior y sin instrucción militar.
El 2 de abril de 1982 vi pasar frente a mi casa una caravana de vehículos en cuyas antenas de radio colgaban latas de cerveza inglesa… Las bocinas y los gritos de muchos ushuaienses eran la muestra de aprobación a la decisión de los dictadores del gobierno, de lo que llamaban en su delirio “la recuperación de Malvinas”, anunciada con bombos y platillos por la radio, medio de comunicación preponderante en tiempos en que Internet y la telefonía celular eran sueños futuristas.
Con inmensa tristeza pensé, aplicando la razón sobre el corazón: “Ahora comienza lo peor…”. Y a una escalada mentirosa y triunfalista, con el eslogan “Vamos ganando” y la celebración a los gritos ante cada anuncio oficial de “bajamos otro Harrier” siguió el robo de chocolates con cartitas, los goles del Mundial y los torturados en centros clandestinos de detención. Al final, apenas dos meses después, la risa se transformó en amargo llanto. La intentona demencial e interesada de enfrentar la ofensiva del Reino Unido y su potencia aliada, Estados Unidos, mostraba la cruda realidad: el general argentino Mario Benjamín Menéndez se rendía, en nombre de Argentina, ante su par inglés. Entonces “El borracho”, apareció en cadena nacional explicando lo inexplicable. Murió 21 años después, cumpliendo prisión domiciliaria por los delitos de asesinato, desaparición forzosa y genocidio durante la dictadura, pero no por Malvinas. Por esos muertos, los chicos que inmoló para catapultarse en el poder, había sido condenado a 12 años de cárcel. Pero fue indultado, en esos absurdos de la política argentina…
Luego de 1982 Malvinas pasó de ser un pintoresco pueblito de estética inglesa, atravesado por la cercanía, la influencia y pertenencia argentina a ser una fortaleza militar descomunal enclavada amenazante en el Atlántico Sur, frente a nuestras costas y proyectada a la Antártida. Y sus habitantes quedaron hasta hoy, con los que otrora existían lazos de convivencia, llenos de rencor hacia un país que promovió una guerra en la que también hubo bajas civiles, además de las militares.
En mi placard conservo todavía una boina amarilla que mi viejo me trajo de regalo y que compró en una tiendita en su viaje a Malvinas y aunque ya no la uso porque mis 12 años de edad quedaron muy atrás, cada vez que la encuentro entre los cajones no puedo evitar pensar que ojalá nunca hubiera habido un 2 de abril que conmemorar.


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