La rebelión de los heridos o ¿analogía de la realidad?

La rebelión de los heridos o analogía de la realidad

Generosidad versus egoísmoEn el repliegue de la batalla, los heridos. Los que no cayeron definitivamente, con las vendas ensangrentadas, desmembrados y con miedo, con los uniformes sucios de barro y pus. Estaban harapientos, sin una sola muda de ropa limpia. Meses sin una ducha caliente.
El andar de la derrota era cansino, con camilleros improvisados. Eran sus propios pares que habían tenido más suerte en el azar de un conflicto. Las esquirlas perdidas no los habían elegido. La metralla les pasó cerca, raspó sus cascos, pero sólo habían herido su estima y su orgullo. Tampoco su solidaridad de soldado ileso, que tiene que poner el hombro y sortear zanjas y espantar mosquitos y cortar las ramas con lo que se pueda para salvar al amigo.
Estaban sudorosos, hediondos, con sed y calor, soportando con sus compañeros las inclemencias de esa senda cruel. Los hombros doloridos, las manos ampolladas, y cada veinte metros, un descanso obligado para apoyar la espalda en un árbol con tronco húmedo y ofrecerle agua al convaleciente. Hay que seguir, sin bajar los brazos. El que está en la camilla sufre, pero el que lo lleva carga un peso muerto, que le come las fuerzas, lo obliga a doblegar esfuerzos, lo obliga moralmente a guardar la mejor porción de pan rancio para el más débil, sólo sacando lo necesario para él. Un general y dos capitanes, los esperaban unos kilómetros adelante en una trifurcación de su paso.
El general dio órdenes y la batalla fue un desastre, el enemigo tenía armas más poderosas y no dudó en tirar gas mostaza sobre las trincheras violando convenciones de Ginebra. Usó también armas biológicas y remató a los heridos en el piso, con un tiro de gracia.
Todos los soldados hicieron lo que más pudieron, arrojaron hasta los cascos, usaron las palas para defenderse en la trinchera nauseabunda por las heces, ratas y restos de cuerpos en descomposición y a medio comer.
Entre los jóvenes soldados había muchos cabos, sargentos, viejos combatientes con muchas batallas y escaramuzas pasadas en su historia.
Los capitanes se quedaron tomado café en un lugar acogedor, mientras marcaban con una chinche de cabeza roja dónde estaba el enemigo y por dónde había que atacar, planteando soluciones fantásticas. Hagan esto, hagan aquello… jugaban al póker con dinero ajeno.
Cada tanto los heridos agradecían a sus cargadores, desde esos palanquines improvisados de película de Kurosawa. A lo lejos, uno de los soldados divisó una pata de gallo, esos caminos que dan tres opciones. Tres jerarcas a caballo los esperaban.

La rebelión de los heridos o analogía de la realidad
Los capitanes ofrecían seguir por un camino aún más duro, con minas terrestres, alambres de púas, barro, hambre y poca agua. Nada de remedios, ni ropa limpia, ni un refugio, solo prometían que al final de ese derrotero, el arcoiris los esperaba con todo el oro detrás de él.
Los capitanes de escritorio jamás habían empuñado un arma, y habían hecho trampa en su instrucción militar, buscando, con todo tipo de artilugios ascender a generales, para así tener las estrellas en las charreteras. Eran capitanes que jamás habían entrado en batalla, ni habían cargado compatriotas heridos y que eran espías del bando opuesto.
Otro ofrecía un camino fangoso, como el que habían recorrido, pero al final de ese camino había agua, pan, carne, techo, un hospital de campaña con remedios y médicos.
Ese general había estado en la Infantería y se había tiroteado, arrojado granadas y degollado a los enemigos en otras batallas. Había tomado buenas y malas decisiones también. Una mala decisión puede ser buena para el instante en que se toma, dependiendo a veces del contexto en que suceda, pero siempre intentando ganar la guerra. Ahora se exponía desde su puesto de mando. Su función era dirigir la contienda.
El general tenía las patas llenas de barro como sus subordinados. Un hijo y un hermano muerto en la guerra habían sido sus ofrendas mas valerosas, y el pago por sus decisiones. Su joya más preciada era su misma sangre derramada en el campo de batalla.
Los capitanes limpitos insistían moviendo las manos de un lado al otro, gritando que los sigan, que su camino era el correcto, que ellos sabían el camino correcto, les prometían alfombrar la trinchera, aire acondicionado, mientras insultaban al otro general, acusándolo de asesino, de incapaz, de corrupto, a los gritos, sin modales y ausentes de coherencia y escrúpulos.
Los más experimentados sabían cuál era el camino a seguir, los más viejos sobre todo. Un poco más de barro pero una paz visible y casi palpable. No tan lejos, se veían los camiones con suministros, se veían las tiendas de campaña y el humo que traía olor a carne asada.
Los otros dos señalaban el arcoiris, endulzando sus oídos como en un canto de sirenas. Los heridos estaban encandilados como liebre en la ruta, aún sabiendo que detrás de esa cinta de colores que genera el agua y el sol no había nada, sin embargo odiaban al general por sus malas decisiones, aunque ante la fuerza del enemigo él hubiera dejado su propia sangre en esa tierra.
Los heridos querían ir hacia el arcoiris. Los más vulnerables, los mancos, los tuertos, los infectados, insistían en ir por el camino de los capitanes circenses. Querían estar limpitos como ellos.
No creyeron en quienes los llevaron por esos senderos. Odiaban al general.
Como pudieron se bajaron de los Kago japoneses que oficiaban de camillas, insultaron a sus pares, los tildaron de mentirosos, no creyeron en el olor a carne que traía el viento, ni en las tiendas de campaña, ni en los camiones de suministros, ni en esa cruz roja pintada en uno de los techos.
Por odio eligieron a los limpitos, descreyendo de quienes los cargaron, los socorrieron, los sacaron del infierno; de quienes les mostraban lo que se veía ahí cerca, después del fango.
Los soldados viejos sabemos que detrás de esa descomposición de la luz blanca, sólo nos esperan más enemigos.


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