El precio del dinero y las elecciones del próximo 22 de octubre…

En el artículo de la semana pasada –que prometimos continuar- vimos cómo luego del enfrentamiento de Cepeda de 1820, en la que Buenos Aires con apetencias centralistas y dominantes en el plano financiero, gracias a la imposición de una política económica librecambista, presionando desde su posición geográfica a través de su puerto y usufructuando exclusivamente de los recursos de la Aduana, fue derrotada por los caudillos federales de Santa Fe y Entre Ríos, consolidándose así el esquema político, administrativo y militar conocido como la puja entre unitarios (partidarios de un Gobierno central que pretende imponer el tono general de los asuntos nacionales y controla el grueso de sus finanzas) y federales (partidarios de la autonomía provincial y de una equitativa distribución de las recaudaciones).
Pero hablar de federalismo en esta época no es remitirse a la “doctrina federal” consolidada que se encuentra empapando los textos constitucionales de la República Argentina, sino del incipiente surgimiento de economías regionales, organizadas a pesar del atraso colonial español y con una puja intestina entre las familias tradicionales de cada localidad, ligadas al control de los cabildos del antiguo régimen y los líderes militares que retornaban de las campañas libertarias y que a la postre, en la mayoría de los casos, se convertirían en los gobernadores de las nacientes provincias del interior, conjugando en su persona el mando civil y militar a través de los peones rurales devenidos en milicia.
Desde el inicio de la cuestión, los caudillos federales del interior representaron el malestar económico de las provincias y constituyeron el símbolo de la resistencia contra Buenos Aires. A su vez, encarnaron la disputa de las zonas productoras contra el centralismo comercializador operado desde el puerto. O dicho de otro modo, la lucha entre las denominadas economías regionales y el control impositivo que ejercía Buenos Aires sobre la producción de aquellas, utilizando dichos recursos a discreción para ejercer un control metropolitano y negociado con el mundo imperial exterior, principalmente la Corona inglesa.
Así fue como durante todo el siglo XIX, a pesar de haber sido lugar donde comenzó el proceso de emancipación suramericano, costó tanto consolidar un Estado nacional que integrara “las Provincias Unidas del Sur”. Los enfrentamientos entre unitarios y federales se cobraron la vida de miles de criollos que habían sabido enfrentar con éxito el peligro mayor de los ejércitos de la España monárquica. El origen de estas batallas fratricidas fue la puja por el reparto de recursos, no sin olvidar que las entidades estatales no son ni buenas ni malas en sí mismas, si no que el problema debe situarse en los grupos sociales que las sustentan, de acuerdo al lugar que ostentan dentro del entramado social y político y los roles económicos que desempeñan.
Sintetizando, entonces, Cepeda fue una bisagra con respecto al fenómeno del caudillismo y la determinación de las facciones unitarias y federales que encarnaban al mismo tiempo la lucha de las economía regionales (de las nacientes provincias del interior) contra el poder centralista de Buenos Aires.
Es que en el fondo del conflicto, pululaba la inquietud compartida de una Buenos Aires como país autónomo (la República del Plata, aventuraron en los tiempos posteriores a la batalla de Caseros de 1852, el grupo de Bartolomé Mitre con Constitución redactada por Domingo Faustino Sarmiento) y una Confederación “argentina” de Estados del interior con capital en Paraná, Córdoba o Santa Fe.
En definitiva, una incómoda guerra fría de ensayo y error para todos: Buenos Aires preocupada por una siempre inminente invasión de los confederados perdiendo la posibilidad de arancelar la producción del interior –pingues ganancias mediante–; un interior sin capacidad de llevar efectivas negociaciones exteriores sometidas a constantes bloqueos marítimos y sin poder conseguir reemplazo de una burguesía comercial experimentada y ligada al poder imperial inglés.
En el medio y sobre finales del Gobierno de Nicolás Avellaneda que tuvo que aplastar los ejércitos de Buenos Aires comandados por el gobernador Carlos Tejedor, las guerras fratricidas entre unitarios y federales estuvieron a la orden del día. En 1880 Buenos Aires fue finalmente derrotada por el ejército nacional argentino, poniéndose fin a la aventura autonomista porteña, cuyos territorios son la actual Capital nacional, surgiendo así el interior bonaerense con Capital en La Plata.
La derrota de Buenos Aires fue esta vez tan escandalosa que tuvo que pasar más de un siglo para que los capitalinos pudieran votar su propio gobierno local, reforma constitucional mediante en 1994. De este modo, la presidencia de Roca a partir de 1880 fue la reivindicación del federalismo del interior, más allá de tratarse de un régimen conservador, tan faccioso como el anterior y con demostraciones brutales de imposición en momentos en que había que consagrar el Estado nacional a cualquier costo.
A fin de cuentas, los enfrentamientos entre unitarios y federales, siempre significaron en esencia, una simple y llana cuestión de caja, tal como lo son hoy. En eso también consiste el tan mentado federalismo argentino, porque el relato histórico muchas veces tiende a morigerar con grandes esquemas de pensamiento y pomposos panteones de próceres, lo que en esencia es la lucha por el reparto de la gran torta de ingresos nacionales, cuando no son absorbidos en forma salvaje por el pago y amortizaciones de los servicios de la deuda externa, en cuyo camino nuestro país parece retornar por estos días en forma crónica.
Hoy, luego de la derrota del peronismo en 2015, que en forma inédita y como nunca desde 1820 alineó el poder central nacional con la Gran Buenos Aires (la actual Capital federal sumada a la provincia homónima), quizá obligue a prefigurar después de las elecciones generales de octubre un nuevo pacto federal, si es que los caudillos peronistas del interior aún mantienen fuerzas suficientes para resistir los embates del resurgido centralismo de una Buenos Aires, que según puede apreciarse en la prensa, va por todo cuanto recurso nacional vía coparticipación cree merecer.
En todo caso, y reemplazando los viejos fusiles unitarios y federales por los votos de los ciudadanos del norte a sur argentino, las provincias del interior central o profundo de la patria protagonizarán, el próximo 22 de octubre en la convocatoria a elecciones generales, un capítulo más de la historia sin fin que se da entre el centralismo unitario bonaerense (hoy fortalecido más que nunca en dos siglos) y los gobernadores del interior. Porque con mayor o menor federalismo, el precio del dinero en Tierra del Fuego y en todo lugar, seguirá siendo siempre el mismo.


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