Reflexiones en cuarentena

Los tapabocas de cristal

Los tapabocas de cristal

Ahora ya sabemos lo difícil que es andar por la vida con un tapabocas. Ojalá no lleves nunca uno de cristal. Que si lo llevás puesto, te lo puedas sacar. Y cuando te lo saques, alguien esté ahí para escucharte.

Reflexiones en cuarentena¿Escucharon hablar del “techo de cristal”? Esta expresión se acuñó para visibilizar las desigualdades que existen en el plano laboral y que impiden que las mujeres accedan a los mismos puestos, salarios y beneficios que los varones. Su denominación se debe a que constituye una barrera invisible que opera cercenando derechos.
Tomando esta idea me preguntaba, ¿quiénes son los que llevan puesto un tapabocas de cristal?
En los últimos meses todos venimos experimentando el uso del tapabocas. Sin embargo, solo algunos de nosotros han vivido con la boca tapada. Pensaba en los silenciados de la sociedad, los que están al margen, los que ni siquiera se acercan; los que no tienen garantizado el pleno ejercicio de los derechos humanos (sí, los de todos los hombres y mujeres).
En todo tiempo y lugar se puede observar un paradigma dominante (la voz de turno), que está del lado de lo instituido, y, por otra parte, aquello que emerge cuestionando el orden existente. Pensaba en los segregados de la lógica capitalista, las personas con padecimiento mental, las mujeres en una cultura patriarcal, los niños en un mundo adultocentrista, los sujetos que no se identifican con el sexo asignado al nacer, los que su orientación sexual no se adecua a lo heteronormativo, los inmigrantes, los sujetos con consumos problemáticos, las personas con discapacidad y la lista es larguísima… muchas veces calificados de minorías, podríamos pensar que la real minoría es la de aquellos que se adaptan (o sobreadaptan), sin más, a un sistema siniestro e individualista.
Conocemos muchos ejemplos en la historia nacional y mundial de como a partir de un hecho que toma estado público, se visibiliza la lucha social de colectivos vulnerables, cuestionando que haya una sola verdad y exigiendo se pongan ciertos temas en la agenda. Poder poner en palabras otras realidades, muchas veces acalladas y relegadas a la oscuridad, no es algo menor, puesto que las palabras estructuran nuestro pensamiento y son creadoras de realidad. Por ende, algo que no se puede nombrar, es algo que tampoco se puede pensar.
Esto me llevó a interrogarme, ¿qué pasa cuando después de llevar por años “la boca tapada”, por fin se puede hablar? Y lo que creo, es que muchas veces, en ese momento, ya no salen palabras, sino gritos.
Ello impone reflexionar sobre la construcción del orden social y el hecho de que habitamos en comunidad. Es decir, vivimos siempre interpelados por un otro, lidiando con las diferencias, atravesados por el conflicto, en una otredad que mueve nuestros dogmas y seguridades.
Ahora bien, partiendo de las diferencias, debemos distinguir aquella segregación que es estructural (Lacan) “en el sentido de que cada persona tiene su modo propio y específico de satisfacción”, del segregacionismo, al que se define como las “prácticas donde se segregan grupos por particularidades de ciertas comunidades…” (O. Delgado, 2017). Entonces, el problema es cuando algo de esa diferencia constitutiva entre unos y otros, vira hacia la anulación del otro, generando la imposibilidad de vivir la alteridad desde la riqueza que nos aporta y no desde la amenaza. Este pensamiento reniega el hecho de que provenimos de un otro y nos constituimos en las relaciones con otros.
Miquel Bassols en el prólogo al libro “Indagaciones psicoanalíticas sobre la segregación” de O. Delgado y P. Fridman (2017), señala que no hay segregación más radical que la negación de la palabra. Cuando a alguien se le niega el derecho a la palabra, se le niega lo más fundamental. El sujeto que no puede acceder al vínculo simbólico de la palabra, en cualquiera de sus formas, es entonces un sujeto excluido del vínculo social.
Pero ahora animémonos a filosofar… ¿existe la palabra por fuera de alguien que esté ahí para escucharla? Y recordemos que no hay solo una forma de comunicar; alguien puede hablar haciendo una denuncia por violencia de género o acercando la mano a un auto a los cinco años para pedir monedas. No hemos tenido los mismos recursos, ni para aprender a hacernos oír. Entonces, ¿qué pasa que las instituciones que debieran estar ahí para alojar, llevan puestas orejeras de plomo?
Nada que no sepamos ¿no? … y sin embargo ¿cuántas veces decidimos, nosotros también, hacernos “los distraídos” y ponernos esas orejeras? ¿Qué lugar le damos como comunidad a las distintas voces? ¿Y cuántas veces solo nos quedamos con la voz hegemónica, actuando como si fuera la única?
Es frecuente escuchar respuestas, que justifican esta “complicidad”, con frases que aluden a que si alguien no accedió a tal o cual cosa, “es porque no se lo merecía”, o “no se esforzó lo suficiente” (meritocracia); desoyendo e invisibilizando que no todos hemos tenidos las mismas oportunidades, y dejando vacante la pregunta ¿qué hacemos como sociedad para que esto cambie, en lugar de pensarlo como un problema de otro?
Por supuesto que esto no es una lucha de buenos contra malos, ni la salida va por el lado de culpabilizar y nuevamente expulsar; sino más bien de un cambio de lógica, hacia una convivencia inclusiva y democrática.
Sin embargo, los peores tapabocas son los que no sabemos que llevamos puestos. Los que naturalizamos. Los que filtran nuestras ideas y nuestras palabras y por ende no podemos si quiera pensar como sacarlos.
Ahora ya sabemos lo difícil que es andar por la vida con un tapabocas. Ojalá no lleves nunca uno de cristal. Que si lo llevás puesto, te lo puedas sacar. Y cuando te lo saques, alguien esté ahí para escucharte.


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