“Te voy a cagar la vida…”

“Te voy a cagar la vida…”

“Te voy a cagar la vida…”

Generosidad versus egoísmoCerró la puerta de su casa suavemente porque los portazos ya estaban demás en la relación, y además nunca habían solucionado nada. Una valija gris de manijas verdes, unas mudas de ropa y algunos ahorros fueron lo único que se pudo llevar de su hogar.
Su último cumpleaños lo había pasado con amigos, y éste era el segundo año que lo festejaba fuera de su casa, sin los chicos y sin ella. No tenía ganas de ir. Recordó cuando una vez se hizo su propia torta de cumpleaños mientras ella lo criticaba impiadosamente, y a cada uno de sus amigos. Detalladamente, iba buscando defectos mínimos en ellos, de la misma forma que lo había hecho con sus padres en cada visita; los criticaba aún estando en la casa de ellos, bajo su mismo techo y con la comida servida en la mesa. Bajarles el precio, esa era la consigna que aplicaba con quienes él quería y lo querían; parecía ser su meta, su bandera a cuadros. Los únicos objetivos de sus crueles comentarios no eran otros que aislarlo y crear demonios en quienes lo conocían desde siempre.
Su hijo, que jugaba con otros niños en la puerta, lo vio salir ese día cabizbajo pero sereno. Ya no quedaba nada en ese lugar para él. Los lindos recuerdos habían sido borrados por esos últimos meses de escarnio cotidiano, los insultos de ella y su resignado silencio frente a cada agresión. Había llegado el momento de la despedida final. Intentó serenar a su hijo con frases trilladas pero cargadas de verdades absolutas: “- Papá va a venir a verte siempre, te va a llamar todos los días, te va a llevar al colegio, va a venir a verte a vos y a tus hermanos siempre…”. Le acarició la cabeza y se fue. No pudo sostener la mirada temblorosa de su hijo que no dejó caer ni una lagrima. No hacía falta. Era la inequívoca mirada de un hijo que abandona la niñez por un instante para tener una noticia de adulto, esa que se convertirá en uno de sus peores recuerdos en la vida.
Al fin consiguió alojamiento en un cuarto de hotel por unos días para capear la tormenta emocional. Lo invadía la serenidad del que siente que dio todo lo que pudo y el convencimiento de que seguir en ese contexto solo iba a destruir la psiquis de sus hijos. “Los niños necesitan paz emocional y ver a sus padres felices, así se enseña el amor de adultos” – pensó. La decisión tomada era lo mejor. Ya no había retorno. El deadline de la relación tóxica había terminado.
Por unos días se quedó en ese hotel con precio de amigo que tira sogas, mientras fotos de bandejas de sushi llegaban a toda hora a su celular, con el fondo de su antigua casa. Esa mujer que lo insultaba hasta el hartazgo, hasta frente de los chicos, le mandaba imágenes de festejos… ¿festejando qué?. Sonrió, como si el sometimiento y las vejaciones no hubieran causado mucho daño y sólo hubieran sido balas de salva.
Tantos días de autocrítica y auto exámen fueron más que suficientes para validar la decisión de alejarse en forma permanente y legal de esa mujer. Sabía desde hacía mucho tiempo que ese vínculo tenía fecha de vencimiento, solo faltaba la gota final que rebalsara la Fontana di Trevi de la paciencia.
La citó en un café céntrico, a la vista de la gente y le pidió el divorcio. Un mes fue más que suficiente para darse cuenta del infierno del cual había escapado, donde su honestidad, autoestima y hombría eran puestos en dudas a cada momento, con insultos y agresiones de todo tipo y color.
Pensó que el infierno había quedado atrás, pero se equivocaba.
A partir de ahí comenzaron los mensajes interminables, las provocaciones permanentes, los reclamos de dinero a pesar de tener cuota alimentaria fijada, la negativa contumaz a que los abuelos paternos vieran a los chicos, los incumplimientos de lo firmado en el acuerdo de divorcio, mails injuriantes con el solo propósito de hacerlo reaccionar y que él, víctima crónica de ella, quizás por un grito de desahogo y preservación de algo de su autoestima ya gastada, “pisara el palito” y se convirtiera en victimario, y en el tiempo que dura el aleteo de un colibrí, cambiaran los roles. Hacía rato que había identificado esa manipulación y no iba a caer en esa trampa nuevamente.
Se dio cuenta que la ansiedad le comía la vida porque empezó con palpitaciones, insomnio y cambios de humor que lo llevaron a tener dificultades laborales; los mails cargados de menosprecio a sus acciones, los reclamos de dinero, la falta de empatía y los insultos se trasladaron a Gmail. Ella quería hacerlo sentir culpable de situaciones que no tenían razón de ser. Tuvo que denunciarla muchas veces en la Comisaría por las publicaciones que incansablemente subía a las redes y que lo tenían como blanco.
Se empezó a interiorizar del tema en internet, buscó signos y síntomas, en las situaciones vividas, que se parecían mucho a las de hombres y mujeres que pasaban por este calvario.
Recopiló los mails y las denuncias realizadas. Los imprimió en papel y los encarpetó.
Googleando “maltrato psicológico” encontró: “Manipulación emocional, vampiros emocionales, parásitos emocionales, psicópatas, perversos” siempre, siempre, siempre, el tema expuesto de los hombres hacia las mujeres. Pero este y el de muchísimos otros, no era el caso. ¡Era él quien se sentía indefenso y desprotegido!.
Sentía que pedir ayuda sería de poco hombre, o no sería de “machos”. Pero necesitaba alguna protección, alguna mordaza legal y emocional que le permitiera rehacer sanamente su vida.
Primero tomo ansiolíticos para dormir, alcohol para olvidarse, coqueteó con dormideras ocasionales, todo era un salvavidas para esconder la mugre debajo de la alfombra. Entonces comenzó a tener miedo cada vez que llegaba un mail, tan cargados de violencia, con palabras que se sentían como misiles que tenían como objetivo derribar la autoestima más allá del piso y llevarla hasta la misma tumba. Todas las armas que ella usaba eran válidas en su perverso accionar y no existía ningún tratado de Ginebra que intercediera.
Quebrado emocionalmente, un día buscó ayuda profesional y pidió turno con una psicóloga. Prolijamente, le llevó la carpeta con los mensajes de ella y las denuncias realizadas en la Policía.
La primer consulta con su psicóloga fue de descarga, hablaba sin pausa y las gotas de saliva espesa acompañaban las palabras; la ansiedad era insoportable. ¿Con qué me saldrá en el próximo mensaje?. El miedo estaba ahí, siempre latente. Los malditos mensajes eran estiletes, más bien facas presidiarias oxidadas..
“Te voy a cagar la vida”, le había dicho ella en uno de esos mensajes. Después de mucho dudarlo, radicó la primera denuncia que después devino en una prohibición judicial de acercamiento.
Le preguntó a la terapeuta si leyendo los mensajes podía descifrar qué pasaba por la cabeza de quien los escribía o algún rasgo de personalidad. La respuesta fue un sí, que era posible. Le dejó la carpeta encuadernada y quedaron en hablar en la próxima consulta. Pasaron unos días, su casilla de mail seguía extrañamente vacía y por un tiempo la tranquilidad parecía ser una realidad. No pudo evitar pensar en que esa calma chicha podía estar anticipando la tempestad… y así fue. La paz duró lo que dura la felicidad en la casa del pobre.
Ingresaron nuevos mails, simulando tener buenas intenciones. Ella le insistió con que la desbloqueara en su teléfono para tener “una relación fluida”. Y en la inocencia de creer que las personas pueden cambiar, cayó nuevamente en la telaraña del engaño. En unos días los mensajes de texto se sucedían a cualquier hora o cuando ella sabía que él estaba con su pareja actual, con reclamos diversos, hilarantes por lo absurdos. Los mensajes se incrementaban en intensidad y en tono cuando el cumpleaños de él se acercaba o cuando se enteraba a través de los hijos que los abuelos estaban de visita. Al final no tuvo más remedio que volver a bloquearla de vuelta. Ya no contaba las veces que había repetido esta acción. Daba la mano y recibía una mordida.
Dos días antes de la segunda consulta, la licenciada lo llamó. Había encontrado perfiles psicopáticos en los mails de su ex mujer: maltrato emocional, menosprecio, transferencia de falsas culpas, falta de empatía, sarcasmo, ironías, todo muy propio de una persona con algún tipo de psicopatía. No sintió alivio del diagnóstico, más bien le trajo más preocupación e incertidumbre.
¿Y ahora qué hago? fue la pregunta que daba vueltas en su cabeza.
La psicóloga Carmen, así la llamaba, le hizo un informe detallado, lo firmó, le entregó los mails y le dio el teléfono de su abogado de confianza y de su psiquiatra.
Así comenzó con benzodiazepinas a dosis bajas y un hipnótico leve para conciliar el sueño. Tenía un cuadro de Trastorno Generalizado de Ansiedad como diagnóstico. Temía al futuro, estaba en constante estado de alerta y estrés permanente. “Seguro tenés modificado tu nivel de cortisol. Tal vez tengamos que hacer un dosaje en sangre para ver los niveles de la hormona del stress. Pero estás vivo y eso ya es mucho en situaciones así” – le dijo la médica. El dolor había traspasado la mente y se había instalado en su cuerpo físico, en sus órganos y en su sangre. Pero estaba vivo, y eso, seguro que no era poco…”.
Si estás en esta situación, si pasaste por momentos similares, si tenés hijos en común con una persona parecida, si el vínculo tóxico de la relación te abruma, respetá tu esencia, guardá evidencia escrita, no reacciones, buscá ayuda y escuchá a tus afectos, pedí ayuda profesional, interiorizate legalmente. El maltrato no tiene género.
El maltrato psicológico, la manipulación emocional destruyen la autoestima, desvalorizan a quien lo sufre y es un acto punible penalmente.
Dejáte ayudar. No tengas miedo y denunciá.


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