¡Tengamos la fiesta en paz!

Diciembre es un mes repleto de estresores, sobre todo en el hemisferio sur donde el fin de año calendario coincide con el laboral, el escolar, las fiestas y el planteo de vacaciones. Diciembre nos encuentra cansados al final del año y enfrentando situaciones que nos agobian. Los terapeutas, que para todo tenemos nombre, hablamos del “síndrome de diciembre”.

En estos días pre fiestas se superponen estresores personales, sociales, familiares y a veces hasta climáticos. Los personales incluyen el cansancio, los balances y los duelos sufridos durante el año, que las fiestas reactivan. En lo social abundan los festejos y despedidas de año laborales, de los grupos de pertenencia y escolares, que si bien pueden ser gratos, afectan hábitos de alimentación y horarios. El exceso de comida y bebida y la disminución del sueño aún alterando agradablemente nuestra vida, nos pone más irritables. En lo familiar también nos trastornan los cambios en la rutina de los hijos, planear las vacaciones, aumento de los gastos, etc.

Llegamos a las fiestas agotados, con la sensibilidad incrementada porque las navidades tienden a ponernos regresivos con el recuerdo de otras anteriores, a veces añoradas y en muchos casos idealizadas. El Año Nuevo trae muchas veces incertidumbres, auto reproches por lo no logrado y propósitos de cambio exigentes y sobre todo inoportunos, ya que resultan desproporcionados con la fuerza con la que contamos a esas alturas. Las fiestas se presentan desde la publicidad  llenas de exigencias inalcanzables: la familia perfecta, la comida especial, los buenos regalos etc y nos centramos más en lo que “hay que hacer” que en estar a gusto y disfrutar. Basta con pensar unos segundos para darse cuenta que el coctel agotamiento + exigencia ¡es explosivo!

Como si esto fuera poco, sintiéndonos así pretendemos reunirnos, por lo que los conflictos familiares se magnifican. “¿Con quién paso/amos las fiestas?” es una pregunta recurrente en cada hogar y muchas veces motivo de disputas de parejas o de padres e hijos.

Y motivos de conflicto hay muchos. A veces los padres con hijos adultos  pretenden  que, pese al paso del tiempo, las familias sigan reuniéndose con la familia de origen. El problema es que las familias crecen en progresión geométrica y cada nueva generación añade una familia política, familiares de la pareja de los hijos, con la que estos deben negociar. Algo similar sucede con la nueva familia de cada progenitor que se reestructura después de un divorcio. Otro tema puede ser la locación del evento, que frecuentemente disfrazada de “practicidad” encubre manipulaciones y manejos de poder. Invitaciones a lugares lejanos cuando las familias de origen están distantes geográficamente puede ser otro, sobre todo si a su vez las de cada integrante de la pareja están distantes entre sí.  “¿Dónde viajamos a pasar las fiestas? ¿con tu familia o con la mía?”. A veces se puede alternar Navidad con una familia política y Año Nuevo con la otra, pero no si viven a cientos de km. Ahí probablemente haya que alternar de año a año.

¿Como  se resuelve entonces? No tengo  recetas mágicas, solo algunas sugerencias:

  • Escuchar los propios deseos y permitirse sentir lo que se siente, pese a que el afuera insista con que debería pasarnos otra cosa. Exigirse estar alegre por coacción exterior si no se está así, resulta siempre contraproducente.
  • Decidir de adentro hacia afuera: empezar por saber qué quiero yo mismo, después qué quiere mi familia actual, pareja primero e hijos después y recién después qué quieren las familias de origen de cada uno. Negociar encuentros respetando ese orden.
  • Ser flexibles y aceptar diferentes modos de celebrar en cada casa, sin juicios ni criticas.
  • Evitar durante las reuniones temas conflictivos, que cualquiera que pertenezca a una familia sabe cuáles son y dejar su resolución para otra oportunidad.
  • Poner límites al alcohol, que desdibuja algunos frenos sobre lo conveniente.
  • Controlar las finanzas, sin sobrevalorar “el milagro de la Navidad”.

“¿Pero con quién la paso?”.  Ya la idea de “pasar” una fiesta me resulta rara. Pasar implica dar pasos, atravesar un lugar sin detenerse y sin objetivos y a la vez pasar de algo es sinónimo de prescindir. El pasaje es entonces una molestia, incluso algo que se paga, pero que carece de interés en sí mismo y es solo un medio para un fin. No promueve ni el disfrute ni un espíritu festivo, lo transforma en otra exigencia. Por otro lado pensar en un festejo alude a algo exterior, que no necesariamente coincide con un deseo interno. Pensemos por ejemplo en el festejo de un triunfo del equipo rival, donde vemos una fiesta y nos sentimos frustrados. Cuando hablamos de un espíritu festivo interno, algo que deseamos festejar, la manera de nombrarlo es celebración.

Y no es solo una cuestión solo etimológica, los psicólogos sabemos que nuestra respuesta emocional depende de cómo pensemos las cosas. Si en lugar de plantearnos “con quién las paso” a esas fechas nos preguntásemos “cómo y con quién deseo celebrarlas “, en caso de que coincidan con un ánimo festivo propio o “cómo y con quién quiero compartirlas” en caso de que no  sea así, probablemente lleguemos a una respuesta más saludable.

Si elegimos genuinamente con quién  compartirlas, aceptando que esta elección puede incluso achicar mucho la lista de invitados, sin duda habrá momentos más gratos. Compartir (partir lo que se posee para que todos den y reciban a la vez) es matemáticamente mágico: divide el dolor y multiplica la alegría.

¡Que tengan felices fiestas!