Tierra del Fuego entre la guerra con Chile que no fue y la de Malvinas

Siguiendo con nuestra línea argumental de la íntima conexión entre el punto más álgido del conflicto del Beagle entre Argentina y Chile de 1978 por la posesión de las islas Lennox, Picton y Nueva y el episodio bélico de Malvinas acaecido tres años y medio después, es interesante reparar en la tensión generada en Tierra del Fuego, como epicentro de aquella guerra que finalmente “no fue”.
Es que sería frente a las costas insulares del entonces Territorio Nacional donde se produciría la batalla naval aquel 23 de diciembre, cuando una providencial tormenta detuvo el inminente enfrentamiento que comenzaría en 1978 la guerra del Beagle con Chile.
Fue entonces con motivo del conflicto del Beagle y no con Malvinas que particularmente Tierra del Fuego configuró cierta conciencia colectiva de un escenario bélico, con los ejercicios de oscurecimiento y activación de todos los protocolos de defensa civil, movimiento de tropas, desarrollo de logística de elementos y acciones para la defensa militar y demás aspectos que preparan una guerra.

Imaginarios regionales
con respecto al
conflicto bélico

Desde 1978 la vida cotidiana de los isleños se vio trastornada además por la expulsión de mucha población chilena radicada en el sector argentino de la isla, el cierre de las fronteras, la cancelación constante de vuelos experimentada como un verdadero trauma, una experiencia ansiosa y dislocada de una región siempre presente en las arenas geopolíticas, pero olvidada en el imaginario nacional subsidiario de la pampa húmeda y del epicentro acontecimental de irradiación porteño.
Tampoco faltaron los reclamos de los fueguinos que se quedaban a “poner el cuerpo” hacia aquellos que decidieron abandonar momentáneamente la isla ante una inminente guerra con Chile. El éxodo en Tierra del Fuego, como puede apreciarse, no fue solo de la población chilena, muchas familias fueguinas decidieron abandonar el posible teatro de operaciones previendo un escenario de penurias bélicas. Simplemente temieron por sus vidas y se marcharon.
Fue así como el conflicto del Beagle prefiguró a la sociedad fueguina como el primer peldaño de la soberanía nacional, con la contradicción innata de solicitarle a una isla a la que hasta el momento se le negaban los derechos políticos fundamentales de votar las autoridades nacionales y elegir a sus propios gobernantes que deberían soportar sobre sus espaldas, si fuera necesario, los esfuerzos ulteriores de una milicia que debía defender los confines de la patria.
Chile habría de concentrar gran parte de su Infantería de Marina en la zona y los “ciudadanos de segunda” del Estado argentino deberían preservar su territorio de una posible invasión, defendiendo la soberanía nacional. Porque para el resto del país, exceptuando quizá la Patagonia y en particular Santa Cruz que esperaba un posible avance enemigo, la cuestión se resumía en seguir el tema por los diarios y noticieros de televisión. Se trataba de un peligro en tierras lejanas, una guerra en cierto modo “externa”, es decir, de un recóndito lugar conocido por sus paisajes prístinos, los artículos tecnológicos importados e identificado como un destino de aventuras personales y familiares del “hacer patria” a cambio del progreso material.

“La guerra que no fue” anticipó
“la guerra que fue”

También es cierto que con el conflicto del Beagle la dictadura argentina comenzó a ensayar el imaginario nacional de la guerra, habilitando una instancia de posibilidad y un horizonte de expectativas que haría que la guerra de Malvinas no fuera tan sorpresiva después de todo. Porque una cosa fue el desembarco sorpresivo aquel 2 de abril de 1982, pero otra cosa muy distinta es suponer que la población argentina estaba “sorprendida” porque su país ingresara a una guerra o destara un conflicto bélico.
En ese sentido, la guerra con Chile que “no fue” preparó la conciencia colectiva para “la guerra que finalmente fue” contra el Reino Unido de Gran Bretaña. Al mismo tiempo, los altos mandos militares argentinos seguramente habrán podido comprobar cierta aceptación por parte de la ciudadanía de su rol de defensa en momentos de zozobra económica.
Una guerra nacional puede asumirse como aquel conflicto que se genera en defensa de la soberanía. Es difícil oponerse a un acto reivindicativo de esas características. Se trata de escenarios de excepción donde todos los estamentos sociales y políticos se supone deben contribuir a lograr el éxito. Oponerse individualmente y cuestionar los fines colocan inmediatamente a un crítico siquiera reflexivo, en el desagradable espacio de las especulaciones y, en el caso extremo, en un posible “traidor a la patria”.
Durante el conflicto bélico, las delgadas líneas de la acción y la opinión pierden elasticidad y todo es propenso a que se quiebre en el corto plazo: así aparecen culpables (que nadie niega que lo sean), pero también pueden llegar a pagar justos por pecadores y los chivos expiatorios están a la orden del día. A lo largo y ancho del país, la prensa diaria y la opinión pública en general reflejaba el manto de sospechas sobre la población chilena residente, periodistas trasandinos o británicos y ocasionales visitantes. Nada excepcional en un clima prebélico. Lo excepcional sería la locura de la guerra.

Momentos de la mediación papal

Si bien la intervención del Vaticano a partir del 23 de diciembre de 1978 impidió finalmente la guerra entre Argentina y Chile, los buenos auspicios del Papa Juan Pablo II ni su enviado para lidiar entre las partes en pugna, el cardenal italiano Antonio Zamoré, lograron que las dictaduras militares de Argentina y Chile arribaran a la firma o aceptación de un acuerdo sobre la cuestión del Beagle.
Cuando el vaticano dio a conocer su propuesta a principios de 1981, no diferiría a grandes rasgos de la anterior: se otorgaban las islas en disputa a Chile, aunque la zona marítima circundante sería una zona económica compartida por Chile y la Argentina, razón por la cual la posición Argentina sobre el asunto nunca se dio a conocer, dilatando ostensiblemente el tema. En vísperas de la guerra de Malvinas en 1982, las relaciones con Chile por la cuestión del Beagle no habían tenido avances significativos sino todo lo contrario: a pesar del compromiso de opción por la paz, continuaban las provocaciones desde ambos flancos de la cordillera de los Andes. El peligro de una probable guerra continuaba intacto en el sur.
Sólo la guerra de Malvinas pudo atemperar los ánimos, dejando la disputa con Chile en un segundo plano, aunque el temor de una invasión trasandina sobre Tierra del Fuego y otros sectores de la Patagonia Austral en pleno conflicto con el Reino Unido, no fue descartado por nuestro país, a pesar de la demostración de displicencia de la dictadura pinochetista que, al amparo de una presumible imagen de ausencia, colaboraba con los británicos en todo cuanto podía. El conflicto con Chile jamás estuvo desconectado del conflicto de Malvinas. El objetivo argentino inmediato luego de Malvinas bien podría haber sido recuperar las islas del canal Beagle.
Desde ya que el desenlace de la guerra de Malvinas fue también el desenlace de la suerte de la dictadura militar argentina. En plena transición hacia la democracia, la propuesta papal para superar el diferendo del Beagle con Chile recobraría vitalidad. Pero el epílogo de esta historia merece un capítulo aparte. La semana que viene concluiremos este capítulo formativo de nuestra historia regional, porque sin el conflicto del Beagle es probable que no haya existido la Guerra de Malvinas y sin Malvinas hubiese faltado uno de los vectores principales de la necesidad de provincializar el Territorio Nacional de Tierra del Fuego, años después.



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