Un rostro en la pantalla

Un rostro en la pantalla

Reflexiones en Cuarentena

Reflexiones en cuarentena

 Hola… “¿me ven bien?”, “¿se escucha?”, “¿todavía están ahí?” Deben ser las tres preguntas más repetidas en estos ocho meses. Si bien la era digital ya había empezado hace rato, la pandemia la llevó a su máxima expresión. En nuestros hogares hay más pantallas que personas y casi toda nuestra vida transcurre en el interior de un dispositivo.

La forma en la que nos vinculamos está en constante transformación. Hoy más que nunca, el lazo social está mediatizado por las tecnologías, como una especie de prótesis que nos comunica con el afuera. Una prótesis porque a la vez que cumple una función, la de comunicarnos, de ayudarnos a hacer lazo con otros, nos hace dependientes de ella, la naturalizamos, y se convierte en una extensión de nuestro cuerpo. Vamos al baño con el celular, es lo primero que miramos al despertarnos, trabajamos, tenemos sexo, jugamos, nos despedimos por última vez de un familiar, nuestra vida se desarrolla entre pantallas. Tanto así que en China, el sistema de vigilancia digital, se convirtió en la herramienta por excelencia para prevenir y detectar casos de covid.

¿Habitamos una realidad virtual? Se me ocurrió buscar la palabra virtual en el diccionario de la Real Academia Española y me encontré con tres definiciones: “1. Adj. Que tiene virtud para producir un efecto, aunque no lo produce de presente, frecuentemente en oposición a efectivo o real. 2. adj. Implícito, tácito. 3. adj. Fís. Que tiene existencia aparente y no real.” Hay una coincidencia desde las tres definiciones, que nos habla de una ausencia en el corazón de lo virtual. Algo que no está. ¿Será el cuerpo que queda escondido tras un dispositivo? Un cuerpo que se proyecta en una pantalla y lo convierte en una imagen sin consistencia, en un contorno hecho de píxeles… Pero ¿qué somos nosotros? ¿Acaso no somos un cuerpo? Un cuerpo que siente, que piensa… ¿Qué forma tomamos en lo virtual? ¿dónde nos encuentra la “conexión” con el otro? ¿será en la silla del comedor, en la sala de Zoom o quizá viajando por una fibra óptica que lleva un beso que nunca llega?

Aunque si afinamos nuestra percepción, ni siquiera hay un cuerpo digitalizado, la mayoría de las veces somos un rostro en la pantalla. Un cuerpo hecho de cara. Una cara que asiste a una reunión de trabajo, mientras el cuerpo aún no se levanta de la cama. ¿Quién no se ha peinado y arreglado para una reunión mientras su cuerpo estaba vestido de domingo?

Hay algo de lo virtual que también parece oponerse a lo real. No me gusta anclarme en las trampas de lo binario, pero no puedo evitar sentir que hay algo que no sucede en lo virtual, algo que pasa en un mundo paralelo, mundo que hasta tiene ciudades, moneda propia y relaciones con personas que nunca vamos a conocer. Al menos no en el mundo de los cuerpos sensitivos. El cuerpo siente cosas, tiene hambre, le duele algo, se excita, se cansa. A la imagen de la pantalla no le pasa nada de eso. La dimensión corporal se pierde.

Antes veíamos al otro, o en todo caso, a través de los ojos del otro, nos volvía algo de nuestra propia imagen. Hoy ese otro no está. Hoy mediatiza una pantalla. Nos vemos en el espejo de la cámara. Y nos vuelve aquella imagen que pudimos o no construir. Pero que siempre es una foto capturada por la cámara de nuestros ojos (constituidos por la mirada de alguien más…). Nos perdemos de lo novedoso de la presencia del otro, y de cómo ese otro nos ve. Nos perdemos de ese otro que al vernos, nos devuelve algo distinto, algo que no habíamos visto en nosotros mismos. También prestamos más atención a esa imagen nuestra en la pantalla que a la imagen del otro. En la vida real (permítanme la licencia) no llevamos el espejo a cuestas, al menos no de esa forma. Pensaba en lo difícil que es para algunas personas la imagen que retorna del espejo.

¿Y cómo todo esto transformó nuestra forma de interactuar? Antes si queríamos ver a alguien, saber de el/ella, no nos quedaba otra que buscarlo, encontrarlo, “poner el cuerpo”. Hoy podemos “seguir” en redes sociales a alguien por meses u años, sin que ese otro se entere.

Hace poco leí una noticia que en Ecuador crearon un cementerio digital para honrar a las personas que murieron por la pandemia de coronavirus, ya que sus familiares y amigos no pudieron despedirse de ellos. Entonces encienden velas, les escriben cosas, suben fotos, los recuerdan. ¿Cuáles son los límites de lo digital? No creo que aún esa pregunta tenga respuesta.

Una actualización de mi celular empezó a decirme cuanto tiempo por día y por semana paso en el dispositivo. Algunas horas de nuestros días transcurren en un rectángulo de colores que hace ruido. Pero de esto no podemos echarle la culpa al virus. El filósofo Darío Sztajnszrajber, en una entrevista apeló a no romantizar la previa a la pandemia. No veníamos genial. Algunas cosas ya estaban planteadas desde antes. No estoy a favor de idolatrar, ni demonizar las tecnologías. Tienen sus pros y sus contras y también dependen del uso que les damos. Solo busco cuestionar, dejar de normalizar e invitarlos a reflexionar mientras yo les escribo y ustedes me leen, nuevamente, tras una pantalla.


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