«Vigilar y castigar» en el contexto familiar

El filósofo francés Michel Foucault ha dado como título a una de sus obras el sugestivo nombre: “Vigilar y castigar”; dicho texto versa sobre las diferentes modalidades de control social que se han sucedido a lo largo de distintos momentos de la historia. Tomando dicha línea, y en articulación con lo que hoy el psicoanálisis lacaniano tiene para decir respecto de los malestares prevalentes de nuestra cotidianeidad, es que planteo el presente artículo para ubicar algo de lo que estas “cuestiones del control” representan en relación al rol de los padres y el de los hijos -sobre todo aquellos que son adolescentes-, en la vida cotidiana de las familias.

El control y la vigilancia son correlato de los discursos que pretenden lidiar con la inseguridad, prevén en este tipo de acciones la posibilidad de eliminar o erradicar cualquier cuestión que se salga de la norma por ellos establecida; su basamento está situado en el diagnóstico de una peligrosidad creciente que acecha cualquier manifestación de la vida, amenazándola.

El discurso del control, y de las cámaras de seguridad –por ejemplo-, debe ser situado en su debido contexto, pues no se trata de desestimar la intención valiosa que los expresados fines tendrían, sino de considerar la posibilidad de que algunas cuestiones no estén siendo del todo visualizadas por quienes sostienen tales argumentaciones.

Dejaremos para otra oportunidad el tema de si las cámaras de seguridad socialmente favorecen o no la lucha contra el delito, para centrarnos en el exceso -en términos del uso privado, es decir de las personas en tanto particulares- a la hora de adoptar dispositivos como ser las mencionadas cámaras en el ámbito doméstico.

¿Qué es lo que lleva a una familia a adoptar una postura de esta índole respecto de sus propios miembros? La pregunta queda planteada, pero con más profundidad, sin pretender respuestas apresuradas, no deja de llevarnos hacia un segundo interrogante: ¿Quiénes deben ser vigilados? Valdría también, en tercer término, indagar en torno al “¿por qué?” algunos adultos, en su afán por vigilar, toman tales decisiones.

En esto una primera aproximación puede brindarse en la referencia que lo visual desempeña en nuestras sociedades, esto es así dado que muchas cosas hoy en día pasan por la imagen, incluso al punto de que algunos sociólogos y psicoanalistas han llegado a hablar de que la actual se corresponde con una civilización de la imagen.

Mencionábamos al inicio del presente artículo el lugar de los adolescentes en relación a este ojo del mundo adulto que todo lo ve; en ellos aparece el objeto de la vigilancia para esos padres que buscan que todo esté en orden, desde el loable pretexto del “cuidado”.

El Gran hermano impuesto por los discursos de políticos, medios y corporaciones, es llevado así a la menor escala que representa la propia casa, cuando es comprado como solución para tratar algo que no puede, en apariencia, ser abordado de otro modo.

Entonces, siguiendo con un par más de interrogantes, ¿qué lugar queda para aquel que es objeto de la vigilancia?, ¿a qué lleva todo esto? Si se trata de adolescentes, con facilidad podríamos estar cerca de las posibles consecuencias del asunto si decimos que la respuesta sintomática no tardará en aparecer. Como en una profecía autocumplida (aquellas enunciaciones que en sí mismas son un empuje para que el “mal” aludido se produzca como efecto de lo dicho), un sujeto adolescente posiblemente asumirá ese lugar peligroso que le adjudican, y encarnará ese papel que la desconfianza de sus padres le asigna. Así, es probable, que algo aflore como contragolpe ante esa opresión escópica que el control venerado pretendía neutralizar. A mayor control, mayor será la respuesta sintomática que dé voz al malestar.

Introduzco el tema de la voz, ya que es en las palabras que la misma puede vehiculizar, donde el origen de todos estos desencuentros se halla clausurado. “En boca cerrada no entran moscas” -dice el dicho popular-, pero en bocas silenciadas, o en demandas obturadas, con frecuencia encontraremos que el problema se amplifica.

Puede alegarse que con este tipo de iniciativas extenuantes e impersonales la vida está bajo control, pero en realidad ésta nunca lo estará. más aún, son estas formas de control las que tantas veces favorecen la aparición de inhibiciones, depresiones, desconfianzas, e incluso los “llamados mudos” que se representan clínicamente en los denominados acting out, tan ligados a la conducta adolescente.

Un acting out (al que podríamos definir ligeramente como una acción que una persona ejecuta en lugar de la expresión consciente de algo, generalmente un deseo) es una puesta en escena sintomática que invoca al otro, que oficia como lugar en que se busca un significado o referencia-. Pero si en lugar de personas encontramos objetos, como una cámara, tal manera la referencia está vedada, no hay nadie que pueda allí ejercer la función demandada, nadie que pueda alojar aquello que no llega a ponerse en palabras. Los pretendidos “buenos padres” –y a veces también los pretendidos “buenos educadores”- no son tales en estas situaciones, razón por la cual, en el mejor de los casos, se encuentran alarmados y prestos a revisar su posición antes sus hijos. El aparentemente sencillo acto de poner cámaras, realizar prohibiciones radicales, o prescribir deberes de difícil cumplimiento para un adolescente; raramente pueden enmarcarse en un lazo de convivencia vivible y favorable al respeto mutuo. Lo que aparenta facilidad termina duplicando las complejidades y empujando al malestar.

Es dicho malestar el que da a mostrar la escena del acting out, ya que la misma tiene como estructura muchas veces a un sujeto que se pone en peligro, o como se dice comúnmente, busca llamar la atención. Claro que no se trata de capricho –como suele escucharse en quienes buscan desestimar el sufrimiento que esto conlleva- , y aunque no se busca desresponsabilizar al sujeto en psicoanálisis –sino, antes que esto, implicarlo en lo que hace y en lo que le sucede-, lo acontecido no puede ponerse en la cuenta de uno solo, si es que hablamos de cuestiones de familia.

Tampoco se trata de disputas en las que haya que encontrar culpables, sino  que se trata de encontrar palabras que en su momento no fueron dichas, funciones que no se ejercieron de la mejor manera, o de alguna forma más recomendable. Hay que hacer partícipes de diferentes posibilidades a esos padres que no han podido hacer otra cosa que tomar distancia respecto de sus propias dificultades, y de las de sus hijos.

La tecnología puede ayudar a la vida cotidiana y ello está fuera de discusión, aunque siempre habrá que considerar el uso que se le da. La clave, no nos cansaremos de afirmarlo, pasa por entender que es imposible reemplazar a los sujetos y esto, cuando se trata de habitar un lazo con un semejante, nunca debe ser perdido de vista.



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