Los verdaderos dueños de la tierra

Los verdaderos dueños de la tierra

De dónde descienden los fueguinos.

Los yámanas eran considerados canoeros intrépidos, cazadores de mamíferos marinos
para alimentación y recolectores de mariscos.

Los verdaderos dueños de la tierra

Cuando la División Expedicionaria al Atlántico Sur, enviada por la gestión presidencial de Julio Roca, ingresó a las mansas aguas de la bahía de Ushuaia, no se encontró con un páramo desolado. Por el contrario, ante los ojos de los 300 marinos aproximadamente que se repartían entre las seis naves que componían la escuadra naval, apareció un notable asentamiento poblacional en el que se distinguían los indígenas que ya estaban allí antes de la llegada de cualquier hombre blanco o “civilizado”.
En el Libro del Centenario se hace constar: “Ellos eran los verdaderos dueños de la tierra, no solo por haber nacido allí, sino porque unos cuantos tenían propiedades, mejoras y animales. Se calcularon en razón de 330 nativos, cifra que casi se equiparaba con el número de marinos que desembarcaron en suelo fueguino. Allí estaba Jorge Okkoko, el más veterano, ya que había ido con los misioneros a las Malvinas en 1858 y había presenciado la matanza de los religiosos en Wulaia, al año siguiente. También fue el primer maestro de su idioma que tuvo el pastor Thomas Bridges. Estaba Jorge Lauaia, casado con Hester, hija del célebre Jimmy Button (Jaime Botón), ligado a la historia de los nativos que llevó Fitz Roy a Inglaterra, en 1830. Además estaba Sisoi, cantor de la Misión y encargado del faro de la península. El novio del primer casamiento celebrado en Tierra del Fuego, el indio Cushinjiz, logró desempeñarse como práctico en buques argentinos. El nativo Maracol era considerado una especie de capitalista porque era dueño de 20 vacas. Clemente Wiyelín era un huérfano que sería padre del último de su raza.
Pese a las extremas temperaturas que reinaban por aquel entonces, ellos pasaban la mayor parte del tiempo a la intemperie pero construían chozas para pasar la noche o protegerse de las lluvias o nevadas. Todas las chozas tenían base circular con un fogón en el centro pero diferían en su estructura; unas eran de forma cónica, hechas con troncos y otras en forma de cúpula, elaboradas con un entrelazado de ramas recubiertas de follaje y cueros.

Los verdaderos dueños de la tierra
Los yámanas eran bajos. Los varones adultos tenían una estatura promedio de 1,58 m. Los expedicionarios los describieron con torsos y brazos muy desarrollados pero con piernas “enclenques”, aunque eran musculosos y de gran fortaleza física. Sus facciones características chocaban con el gusto estético de los europeos, quienes en los libros los describieron como personas “de rasgos disármonicos”.
Sus características canoas medían entre 3 y 5,5 m de largo y podían transportar seis o siete personas. No tenían quilla ni timón y estaban compuestas por un armazón de varillas de madera recubierto por placas de corteza cosida. En el centro, sobre el piso reforzado, en una plataforma de tierra y guijarros, se ubicaba un fogón siempre. Eran las mujeres las que cuidaban que el fuego no se apagara mientras en la popa vigilaban el curso de la embarcación. El hombre, mientras tanto, se encargaba adelante de arponear a sus presas. La vida de los yámanas se desenvolvía en el mar principalmente y rara vez se alejaban de las costas. Su vida era nómade y se iban desplazando según les resultara favorable la existencia de alimento.

Los verdaderos dueños de la tierra
Los yámanas se adornaban con collares y pintaban sus rostros con tintes rojos, negro y blanco con diseños que, según algunos investigadores, tendrían carácter simbólico. En cuanto a su vida amorosa, consta en los libros que sus uniones eran inestables. Las parejas se deshacían y recomponían con frecuencia y la bigamia y la poligamia eran consideradas naturales.
Su desaparición, sin embargo, no fue producto de una naturaleza hostil, en la que estaban perfectamente integrados y de la que sabían obtener recursos, sino más bien del nefasto impacto que la llegada del hombre blanco provocó en su ambiente. La caza irracional de pinípedos y cetáceos, ejercida por europeos y norteamericanos para obtener aceites para la iluminación de las ciudades, redujo drásticamente los principales alimentos que integraban su dieta. Otros cambios en su forma de vida, la incorporación de vestimenta y el contacto con las enfermedades infecciosas del hombre blanco – como el sarampión, tuberculosis, sífilis – colaboraron también en su completa desaparición. Un capítulo aparte merece la crueldad con la que muchos de ellos fueron tratados por los “civilizados”, quienes como ha ocurrido en la historia del resto de América, se consideraban superiores y subordinaban y obligaban a los originarios de la tierra, a hacer los trabajos más duros.


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